LA IRA DE DIOS

“Los reyes de la tierra, los magnates y los tribunos, los ricos y los poderosos, todos los hombres, esclavos y libres, se escondieron en las cuevas y en las rocas de los montes. Y les decían a los montes y a las rocas: ‘Precipitaos sobre nosotros y ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la ira del Cordero, porque ha llegado el gran día de su ira, y ¿quién podrá resistir?’”

Este pasaje descrito en el Apocalipsis tiene lugar después de que el Cordero abriera el sexto sello del libro, produciéndose nuevas plagas apocalípticas.

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DIGNO ES EL CORDERO 

“[El Cordero] se acercó y tomó el libro de la mano derecha del que estaba sentado en el trono” (Ap 5,7).

Previo a esta escena, el vidente del Apocalipsis había constatado que nadie, ni en el cielo ni en la tierra, era digno de abrir el libro que estaba en la mano derecha del que estaba sentado en el trono, ni de romper sus sellos (v. 3).

Juan lloraba mucho por esto (v. 4).

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LA ADORACIÓN DEL PADRE 

“Sin descanso repiten día y noche: ‘’Santo, santo, santo es el Señor, el Dios Todopoderoso, el que era, el que es, el que va a venir’” (Ap 4,8). 

Así describe San Juan la adoración de nuestro Padre en su Trono celestial. En la visión apocalíptica, el Apóstol vio veinticuatro ancianos y cuatro vivientes que alababan sin cesar la gloria de Dios.

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“ROMPISTE MIS CADENAS” 

“Tú, Señor, has roto mis cadenas” (Sal 115,16c).

¡Cuán infinitamente profunda es nuestra Redención! ¡Qué inmensa libertad nos trae!

Por el contrario, ¡cuánto nos ata el pecado! ¡Cuánto nos apegamos a esta vida pasajera! ¡Cuántas veces estamos cautivos en nosotros mismos, sin atrevernos a poner nuestra vida enteramente en manos de Dios y vivirla así en plenitud!

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“¿CÓMO PAGARÉ AL SEÑOR?” 

“¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” (Sal 115,12).

Si interiorizáramos estas palabras del salmo e intentáramos responder a la pregunta que aquí se plantea, nos quedaría claro que es imposible retribuirle a nuestro Padre –ni siquiera remotamente– todo su inconmensurable amor y cuidado hacia nosotros. ¡Siempre somos nosotros los agasajados y bendecidos por Él! Aunque amásemos a Dios con todo nuestro corazón, su amor seguiría siendo más grande.

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“HÁGASE EN MÍ SEGÚN TU PALABRA” 

“El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su Nombre es santo” (Lc 1,49).

Todos conocemos estas palabras del Magnificat, que María exclamó encendida de amor. ¡Son palabras que permanecen para la eternidad!

Toda la vida de la Virgen atestigua su predilección por parte del Padre Celestial. En la eternidad lograremos penetrar aún más en el misterio de su elección y su “sí” a la Voluntad de Dios. ¡Esto será motivo de incesante alegría para nosotros!

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TIEMPOS ESPECIALES, GRACIAS ESPECIALES 

“Echa una vez más la red del amor” (Palabra interior).

Ciertamente, nuestro Padre ha echado ampliamente la red de su amor por medio de su Hijo, para atraer a todos los hombres hacia Sí. Este ofrecimiento sigue vigente todo el tiempo que nuestro Padre, en su bondad, ha determinado, hasta que llegue el Fin de los Tiempos, cuyo momento solamente Él conoce (Mt 24,36).

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HABLAR CON CLARIDAD 

“No tengas miedo de llamar a las cosas por su nombre” (Palabra interior).

A nuestro Padre le encanta que seamos sinceros y transparentes, pues así mismo es Él. Cualquier cosa torcida o complicada, cualquier actitud carente de transparencia es y sigue siendo ajena a su ser. El Señor nos pone como ejemplo la sencillez de los niños: “Si no (…) os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3). También nos exhorta a ser claros en nuestras palabras: “Que vuestro modo de hablar sea: ‘Sí, sí’; ‘no, no’. Lo que exceda de esto, viene del Maligno” (Mt 5,37).

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ASÍ ES NUESTRO PADRE 

“No temas a nada ni a nadie, pues Yo soy tu Padre” (Palabra interior).

Una y otra vez nos encontramos con esta exhortación, tanto en las Escrituras como en el Mensaje del Padre. Es como si nuestro Padre quisiera que estas palabras penetrasen en lo más profundo de nuestra alma, donde aún pueden esconderse diversos miedos, que quieren coartar nuestra vida y arrebatarnos la libertad. Y la razón que nos da para no temer es tan sencilla como profunda: “Yo soy tu Padre.”

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