ORACIÓN INTERIOR

“Permanece en oración interior” (Palabra interior).

Si queremos permanecer en íntimo contacto con nuestro Padre Celestial, difícilmente encontraremos un medio más apropiado que la oración interior, el constante diálogo con Dios. Éste consiste tanto en escuchar atentamente –pues reconocemos su voz–, como también en elevar nuestro corazón a nuestro Padre.

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“AHUYENTA AL GRUÑÓN”

“Ahuyenta al gruñón. No actúa por encargo mío. Por tanto, no le prestes atención” (Palabra interior). 

El “gruñón” hace alusión a aquellos espíritus que intentan perturbarnos en nuestro camino de seguimiento de Cristo. Influyen en nuestros sentimientos y pensamientos, queriendo apoderarse de ellos e importunándonos de diversas maneras.

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LA VERDAD RECLAMA SU DERECHO 

“La verdad reclama su derecho, pues sin ella no puede entenderse ni mi amor ni mi misericordia” (Palabra interior).

Cuando escuchamos la palabra “amor” y “misericordia”, nuestro corazón se abre de par en par, pues sabemos bien que “Dios es amor” y que vivimos de su misericordia. Sin embargo, los términos no deben desvirtuarse. En ese sentido, a veces es necesario hablar del “verdadero amor” y de la “verdadera misericordia”, para recalcar que también estas bellas palabras pueden malinterpretarse.

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UNA GRAN RECOMPENSA 

 

“Vosotros, mis santos, afrontasteis la lucha en el mundo; pero Yo os daré la recompensa por vuestras fatigas” (Antífona para la memoria de los santos Odón, Mayolo, Odilo y Hugo, Diurnal Monástico).

La batalla es ineludible, y si la libramos de forma correcta nos espera una gran recompensa, como sólo Dios puede darla.

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VESTIDO DE PERLAS Y BROCADO

“Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza: póstrate ante él, que él es tu señor” (Sal 44,11-12).

¡He aquí el llamado del Rey Celestial a darle nuestro amor indiviso! Estos versos expresan el anhelo del Padre por el alma del hombre, a la que quiere convertir en una reina en su Reino de amor, si tan sólo ella inclina el oído, escucha su llamado y deja todo atrás para seguir al Señor. Entonces, el alma recibe su más noble dignidad de manos del Padre Celestial, quien la adorna espléndidamente y la reviste con un vestido “de perlas y brocado” (cf. Sal 44,14-15).

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