“LUMINOSOS DONES”

«¡Oh Dios infinitamente bueno! Tú nunca nos privas de tus dones, a menos que nosotros mismos te sustraigamos nuestro corazón» (San Francisco de Sales).

Los maravillosos dones que Dios nos ha otorgado, ya sean de carácter natural o sobrenatural, tienen como fin alabar su gloria y solo alcanzan su verdadero esplendor cuando los utilizamos para este propósito. ¡Qué vacío se torna el arte cuando no glorifica a Dios! ¡Qué vanas son las palabras si no alaban a Dios y edifican a los hombres! ¡Cuán vacía se vuelve la vida si se la vive de espaldas a Dios!

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LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO (IV): El don de consejo

“Habla, Señor; tu siervo escucha.” (1Sam 3,9)

El Espíritu Santo nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). Él habita en nosotros y nos enseña qué hacer en las situaciones concretas de nuestra vida. Gracias al don de consejo, llegamos a ser capaces de percibir en nuestro interior la silenciosa voz del Espíritu Santo y a distinguirla de otras voces. Sin embargo, esto requiere la capacidad del silencio interior y estar dispuestos a sustraerse del bullicio y del caos de tantas diversas opiniones y puntos de vista, ya sea fuera como dentro de nosotros.

Al practicar la virtud de la prudencia, hemos aprendido a verlo todo desde la perspectiva de Dios. Sin embargo, debido a la imperfección de nuestra naturaleza, queda la incertidumbre de si realmente somos capaces de distinguir la voz del Espiritu Santo de nuestros propios pensamientos u otras voces. La acción del Espíritu Santo en nuestro interior es más bien suave y silenciosa, como una suave brisa (cf. 1Re 19,11-12). A medida que nos familiarizamos con Él, aprendemos a distinguir con mayor precisión su voz. Sin embargo, precisamos una creciente libertad interior, para que no estemos tan atrapados en nuestros propios puntos de vista, deseos e ilusiones que la delicada voz del Espíritu no pueda penetrar en nosotros. Necesitamos esta luz interior, que nos permite captar en un instante la Voluntad de Dios.

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 LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO (III): El don de fortaleza

“Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro” (Lc 11,21)

El don de fortaleza se encarga de robustecer al alma para que sea cada vez más valiente en el servicio del Señor. Nos da la fuerza para seguir las mociones e impulsos del Espíritu Santo, para aceptarlo todo y querer todo lo que Dios quiere.

La virtud de la fortaleza sola llega a sus límites cuando se enfrenta a las exigencias más altas de la vida espiritual. Puede suceder, por ejemplo, que queremos entregarnos del todo a Dios, pero aún sentimos miedo de desprendernos por completo y abandonarnos enteramente en Él. Aunque reconocemos lo que Dios quiere de nosotros, y en principio nosotros mismos también lo queremos, somos demasiado débiles para concretizarlo. Entonces, Dios interviene directamente con el espíritu de fortaleza, ayudándonos así a dar los pasos decisivos. De esta manera, el alma fortalecida queda dispuesta a cumplir la Voluntad del Padre, aunque sea a precio de grandes sacrificios.

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“LA ALEGRÍA DEL SEÑOR EN LOS JUSTOS”

«No experimento alegría mayor que oír que mis hijos viven según la verdad» (3Jn 1,4).

Estas son palabras de la tercera carta de San Juan, dirigidas a un tal «Gayo», de quien no tenemos mayor información. Sin duda, podemos poner estas palabras en boca de nuestro Padre Celestial. Como atestigua toda esta epístola, nuestra vida ha de transcurrir en conformidad con la verdad, tanto de palabra como de obra, dando testimonio de Nuestro Señor Jesucristo.

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LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO (II): El don de piedad

“El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16)

El don de piedad nos lleva a adherirnos a Dios con amor filial, no queriendo ofenderlo de ninguna manera.

El espíritu de piedad toca y vivifica nuestra vida espiritual con un nuevo brillo, suave y delicado. Bajo su influjo, la relación con Dios y con el prójimo alcanzará otro nivel de amor. La piedad quiere conquistar el corazón de Dios, a quien reconoce como amantísimo Padre.

Por tanto, no se contenta con evitar todo lo que podría afectar aun en lo más mínimo la relación con Él (lo cual es efecto del don de temor); sino que va más allá, queriendo complacer al Señor en todas las cosas. El hombre movido por el espíritu de piedad busca vivir como verdadero hijo de Dios. De esta manera, aún las obligaciones más duras y pesadas pueden tornarse fáciles y dulces. En este contexto, vale recordar una frase de la venerable Anne de Guigné (que murió en olor de santidad con apenas 11 años de vida): “Nada es difícil si se ama a Dios”.

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“EN PLENA UNIÓN CON EL PADRE”

«[A través de mi Espíritu Santo, permanezco] en el alma de todos aquellos que están en estado de gracia» (Mensaje de Dios Padre a Sor Eugenia Ravasio).

Qué indecible gracia es la inhabitación divina, de la que deberíamos cobrar más consciencia cada día: el Padre y el Hijo nos han enviado al Espíritu Santo para que more en nuestra alma, iluminándola con su luz y adornándola con sus dones. Intentemos imaginar la alegría que Dios experimenta en un alma que coopera con su gracia. Debe de ser un deleite para nuestro Padre, como también se complació al ver la obra de su Creación, y especialmente al hombre. El simple hecho de que podamos ser causa de tanta alegría para Dios es motivo suficiente para dejar atrás toda tibieza y vivir para agradarle. ¡Qué ayudante tan fuerte y, a la vez, tan dulce nos envía el Padre para que habite en nuestras almas!

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LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO (I): El don de temor de Dios

En la Fiesta de Pentecostés, celebramos el descenso del Espíritu Santo.

¡Qué extraordinario cambio vemos en los apóstoles! Ellos, que eran pusilánimes y temerosos, se convierten, gracias a la presencia del Espíritu Santo, en potentes mensajeros del amor de Dios; y proclaman intrépidamente el Evangelio. El gran milagro de que cada uno de los oyentes –procedentes de los más diversos rincones del mundo– podía entender el mensaje de los apóstoles en su propia lengua (cf. Ap 1,8), era un signo para el futuro. Fue como si por un momento se hubiese abolido la confusión de lenguas, para que, al anunciar los apóstoles las maravillas de Dios, todos los hombres pudiesen escucharlas.

Vemos, pues, que el Espíritu Santo fue enviado por el Padre y el Hijo para la evangelización; para llevar adelante la obra del Señor, iluminando, fortaleciendo y moviendo a la Iglesia, que había recibido del Resucitado el encargo de ir al mundo entero y anunciar la Buena Nueva (Mt 28,19-20). Por tanto, el Espíritu Santo es el gran evangelizador.

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“MI AMIGO DIVINO” (Parte III)

Lo que aún tengo por deciros es que mi Amigo “manda su luz desde el cielo” y rasga la oscura noche. Eso fue también lo que hizo por mí. Su luz radiante iluminó mi vida y me condujo a Jesús, nuestro Salvador. ¡Nunca podré agradecérselo lo suficiente!

Pero Él no se contenta con iluminarme y guiarme a la salvación a mí, que soy un pobre hombre. Él irradia su luz a este mundo para que todos los hombres reconozcan al Mesías que el Padre Celestial nos envió.

¿Veis cómo es mi Amigo divino?

Es el “Padre amoroso del pobre”, de aquel que lo busca y espera de Dios la salvación; de aquel que no se apoya en sus propias fuerzas, sino que se sabe necesitado de Él. A estos “pobres” los colma de sus dones y quiere iluminar cada corazón con su luz.

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“EL AMOR ETERNO”

«Con amor eterno te he amado, por eso te he prolongado mi misericordia» (Jer 31,3).

Este es el amor del que vivía el pueblo de Israel. Una y otra vez, pudieron experimentar la fidelidad y la compasión del Padre Celestial. Fue este amor el que le movió a enviar a su propio Hijo como Salvador para su Pueblo, para que Él les manifestara su amor y lo hiciera fecundar. Al enviar al Espíritu Santo, llevó todo a la plenitud para que el amor eterno de Dios fuese anunciado a toda la humanidad.

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