Rom 9,1-5
Digo la verdad en Cristo, no miento, -mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo-, siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, -los israelitas-, de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén.
Estas palabras nos ofrecen una mirada profunda al corazón del Apóstol. Sufre por el pueblo del que él mismo procede. Se trata de un sufrimiento espiritual muy intenso. Pablo mismo recibió la gracia de la conversión y sabe muy bien lo que Dios hizo por él al abrirle la puerta hacia Cristo. Sabemos que fue llamado como apóstol al ministerio de la predicación y que trabajó incansablemente para llevar el Evangelio a todas partes, pero siempre primero a los judíos. Sin embargo, cuando percibió la obstinación de los de su raza, que emprendían cada vez más persecuciones e intentaban obstaculizar una y otra vez la misión que le había sido encomendada, se dirigió a los gentiles.