“Habla, Señor; tu siervo escucha.” (1Sam 3,9)
El Espíritu Santo nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). Él habita en nosotros y nos enseña qué hacer en las situaciones concretas de nuestra vida. Gracias al don de consejo, llegamos a ser capaces de percibir en nuestro interior la silenciosa voz del Espíritu Santo y a distinguirla de otras voces. Sin embargo, esto requiere la capacidad del silencio interior y estar dispuestos a sustraerse del bullicio y del caos de tantas diversas opiniones y puntos de vista, ya sea fuera como dentro de nosotros.
Al practicar la virtud de la prudencia, hemos aprendido a verlo todo desde la perspectiva de Dios. Sin embargo, debido a la imperfección de nuestra naturaleza, queda la incertidumbre de si realmente somos capaces de distinguir la voz del Espiritu Santo de nuestros propios pensamientos u otras voces. La acción del Espíritu Santo en nuestro interior es más bien suave y silenciosa, como una suave brisa (cf. 1Re 19,11-12). A medida que nos familiarizamos con Él, aprendemos a distinguir con mayor precisión su voz. Sin embargo, precisamos una creciente libertad interior, para que no estemos tan atrapados en nuestros propios puntos de vista, deseos e ilusiones que la delicada voz del Espíritu no pueda penetrar en nosotros. Necesitamos esta luz interior, que nos permite captar en un instante la Voluntad de Dios.
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