Un corazón ardiente

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Is 48,17-19

Esto dice Yahvé, tu Redentor, el Santo de Israel: Yo soy Yahvé, tu Dios, te instruyo en lo que es provechoso, te marco el camino que has de seguir. ¡Si hubieras seguido mis mandatos, tu plenitud habría sido como un río, tu prosperidad como las olas del mar! ¡Tu descendencia sería como la arena, el fruto de tu vientre como sus granos! ¡Nunca será arrancado ni borrado de mi presencia su nombre! 

Muchas veces las personas se cuestionan por qué existen tantos problemas en el mundo, o por qué en su vida personal ocurren tantas desgracias. Lamentablemente son pocos los que se preguntan si están andando por caminos que corresponden a la voluntad de Dios. Pareciera que en la actualidad ya no existe esta pregunta, o que tiene cada vez menos relevancia.

Una vida sin Dios, ignorando la razón más profunda de nuestra existencia; una vida opuesta a los mandamientos de Dios… ¡Cuánta desorientación!

Dios, en su misericordia, busca incesantemente al hombre; y en su amor ha hecho y sigue haciendo todo con tal de llegar a él. Pero aquel que no se cuestiona sobre los caminos de Dios y no aprende lo que verdaderamente le aprovecha, ni escucha la voz del Señor, seguirá en su miseria.

Las lecturas de hoy se lamentan con palabras conmovedoras: “¡Si hubieras seguido mis mandatos!” -escuchábamos en el texto de Isaías. Y el salmo dice: “Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los impíos!” (Sal 1,1)

¿Cómo será para Dios ver que los hombres no acogen su gracia? ¡Jesús nos da una respuesta! Él llora sobre Jerusalén, porque ella no reconoció la hora de la gracia ni el tiempo de su visitación, de manera que no pudo recibir todo aquello que Él quería regalarle, como Hijo de Dios y como Mesías. (cf. Lc 19,41-44).

¿Qué hubiera sido si Jerusalén hubiese acogido la hora de la gracia? La lectura de hoy nos da una idea: “Tu plenitud habría sido como un río, tu prosperidad como las olas del mar. Tu descendencia sería como la arena, el fruto de tu vientre como sus granos.”

Tal vez también nosotros hemos estado en esa situación, de ver cómo una persona deja pasar su vida y no acoge la mano que Dios le tiende. Tal vez sea una persona muy cercana, quizá incluso de nuestra propia familia… Posiblemente no es que esa persona sea malvada, ni haga el mal intencionalmente; pero podemos notar que su vida no llega a la plenitud, que no puede resolver ciertas situaciones, que se le acumulan los problemas…

¡Esto duele! Por una parte, duele por el Señor, porque Él se esfuerza tanto por mostrarnos el camino correcto, pero Su amor no es correspondido. Por otra parte, duele también por la persona afectada, pues se está apartando de la verdadera vida. Y, además, nos duele también por nosotros mismos, porque no podemos tener con ella una relación como hijos de un mismo Dios.

¡Qué distinta podría ser su vida! ¡Cómo podría obrar la gracia en ella, ayudándole a librarse de todas las cadenas que la tienen atada!

Si no somos indiferentes frente a la otra persona y la amamos cristianamente como a nuestro prójimo, entonces deberíamos estar ansiosos de hacer la parte que nos corresponde para que los hombres puedan encontrarse con Jesús. Pero tal vez nosotros mismos no estamos tan conscientes del gran regalo que hemos recibido con la fe; de la enorme gracia de conocer los mandamientos de Dios y esforzarnos por cumplirlos.

En nuestro camino de seguimiento, es importante que recordemos una y otra vez estas palabras tan sanadoras del Señor que hoy hemos escuchado, que las dejemos entrar en nuestro corazón y nos llenemos de gratitud, para que pueda arder aquel celo por la salvación de las personas. Pensemos en los misioneros, que estaban dispuestos a largos caminos y fatigas con tal de llevar el evangelio a los hombres.

Por supuesto que nos encontramos ante una “misión titánica”, si consideramos cuántos son los que todavía deben ser tocados por el evangelio, y cuántos deben ser, por así decir, re-evangelizados. ¡Si sólo en un círculo pequeño es ya bastante difícil!

Pero aquí nos ayudará poner la mirada en el Espíritu Santo. ¡Es Él el evangelizador; es Él quien conoce todos los caminos del Señor y nos invita a colaborar en Su obra!

Santa Teresita del Niño Jesús dijo en una ocasión: “En el corazón de la Iglesia, yo quiero ser el amor”. En su corazón ardía el deseo de ser una gran misionera. ¡Y su deseo se cumplió! Fue proclamada como “patrona de las misiones”, y hoy en día sus reliquias recorren muchas naciones de la Tierra. ¡Pero su celo por la misión ardía desde la celda de un claustro!

Así mismo, también nosotros podemos poner nuestro ardiente anhelo por la misión en el corazón de Dios y el de nuestra amada Madre. Y si aún no tenemos este ardor, aun si reconocemos cuán importante es, pidámosle al Espíritu Santo que nos dé un corazón encendido. Y si somos totalmente indiferentes y fríos, con más razón hemos de acudir al Espíritu de Dios, pidiéndole que nos despierte de nuestro letargo.

Entonces, Él se encargará de mostrarnos cuál es nuestro lugar, donde podemos servir de la mejor forma a Dios y a los hombres.