“PRENDADO ESTÁ EL REY DE TU BELLEZA” 

“Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza: póstrate ante él, que él es tu señor” (Sal 44,11-12). 

Estos versos del salmo despliegan su más sublime belleza cuando los entendemos como una llamada de nuestro Padre a seguirle sin reservas y a ponernos de lleno a su servicio. Esta belleza cobra vida cuando vemos una vocación religiosa: por ejemplo, alguien que se siente llamado a seguir al Señor en un monasterio contemplativo.

Una semejante vocación es un tesoro especial. En el Mensaje a la Madre Eugenia, nuestro Padre se refiere a los religiosos como los “hijos de su amor”. Y, en efecto, lo son, porque por causa del amor más grande dejaron atrás todo lo que habría sido valioso para ellos en la vida: su pueblo, su casa paterna y muchos proyectos que quizá se habían propuesto.

Sólo a partir del amor del Padre –que es la causa de esta vocación– podrá comprenderse lo que sucede entre Dios y esta alma. Ella ha encontrado el “tesoro en el campo”, la perla incomparable. Y para comprarla vende todo lo que tiene (Mt 13,44).

Este tesoro está escondido en la “recámara de la Voluntad de Dios”, por así decir, y sólo puede descubrírselo a través del amor.

Es un encuentro con el fuego interior de Dios, con su sed de almas y su anhelo por el hombre. Es un contacto con aquel fuego del que Jesús dice que “desearía que estuviera ya ardiendo” (Lc 12,49).

Este fuego –el Espíritu Santo– empieza a arder en aquel que recibe el llamado, a tal punto que se entrega a sí mismo sin mirar atrás. El deseo del rey se convierte en el criterio único.

¿Y qué hace nuestro Padre con la persona que sigue su llamado? Él la introducirá en los misterios de su alcoba celestial y la amará con un amor divino. ¡Así es nuestro Padre!