Los frutos de la viña del Señor

«Tenía una viña en una loma fértil (…). Él esperaba que diera uvas, pero dio frutos agrios.»

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Is 5,1-7

Voy a cantar en nombre de mi amigo el canto de mi amado a su viña. Mi amigo tenía una viña en una loma fértil. La cavó, la limpió de piedras y la plantó con cepas escogidas; edificó una torre en medio de ella y también excavó un lagar. Él esperaba que diera uvas, pero dio frutos agrios. Pues ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá, por favor, sed jueces entre mí y mi viña. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio frutos agrios?

Pues ahora os diré a vosotros lo que voy a hacer con mi viña: quitar su valla para que sirva de pasto, derruir su tapia para que la pisoteen. La dejaré arrasada: no la podarán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos; prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella. La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel; son los hombres de Judá su plantel preferido. Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos.

¡Cuán conmovedoras son estas palabras del Señor! ¡Cuán cerca está Él de su pueblo desde los tiempos del Antiguo Testamento! ¡Cuánto amaba Él a su pueblo y con cuánta ternura lo rodeaba, para darle a conocer su amor! El viñedo debía producir dulces uvas; frutos de amor y de justicia. La gloria de Dios debía reflejarse en la vida de los hombres… Pero en aquel viñedo sólo se cosecharon frutos agrios, frutos que no habían llegado a su madurez y no habían sido penetrados por el sol, que es el que les da su dulzura. Así, aquellos viñedos que el viñador había sembrado para complacerse en ellos, no fueron para él motivo de alegría.

Está claro que, con la imagen del viñedo, el Señor se está refiriendo a Su Pueblo. De hecho, en la misma lectura lo especifica. El texto nos habla también de las consecuencias de su actuar. Dios aparta de él su protección, y en lugar de ser un floreciente pueblo que da gloria a Dios, termina convirtiéndose en tierra árida.

¡Cuántas veces se repite esta tragedia en la historia de los pueblos o en la historia de cada persona! ¡Cuántas veces nuestra Iglesia ha estado a punto de sucumbir! Pero entonces ha llegado un nuevo impulso, una renovación de la conversión… y después otra vez el peligro de la decadencia, cuando no se aprovechaba la hora de la gracia que el Señor concedía, cuando el mundo cobraba demasiada importancia y los mandamientos divinos eran relegados a un segundo plano.

Y, ¿cómo está la situación hoy? ¿Nos aferramos a los Mandamientos de Dios o nos dejamos llevar por la corriente de nuestro tiempo? ¿Es que acogemos incondicionalmente los mandatos de Dios y les obedecemos? ¿O acaso la Iglesia está siendo influenciada por aquel espíritu anticristiano que ya se ha instalado en el mundo? Se está expandiendo cada vez más el espíritu de relativismo, que considera que los mandamientos están condicionados a una determinada época, y los presenta como ideales que pueden irse corrigiendo de acuerdo a la realidad humana.

Sin dejar de ver las conversiones y ciertos impulsos e intentos de renovación que pueden verse hoy, hay que cuestionarse cómo es que Dios mira su viña, aquella que Él ha sembrado en el mundo a través de su Iglesia. ¿Es que están creciendo en ella los frutos de la fe, de la esperanza y del amor? ¿Es que la Iglesia sigue preocupándose sobre todo y con todas sus fuerzas en el cumplimiento de la primera tarea que le fue confiada, que es la evangelización de este mundo? ¿O acaso su enfoque está dirigiéndose más a la dimensión terrenal? En este sentido, se pronunció hace un tiempo un sacerdote italiano, Don Nicola Bux, preguntado sobre si la Iglesia todavía habla de Dios[1]: 

“Después del (…) discurso del presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, aumentan los que reclaman a los obispos que hablan como políticos, ocupándose de la economía, de los inmigrantes, del trabajo, de la ecología, etc. En resumen, se ocupan de cosas que conciernen a la política, cuando deberían ocuparse de proclamar el evangelio y administrar los sacramentos, en cuanto que su vocación de ministros es la de glorificar a Dios y salvar almas. El Señor no resolvió los problemas de la pobreza, del hambre y de la guerra, sino que predicó la conversión a Dios, como una condición para resolverlos, aunque nunca definitivamente. Como dijo, ‘a los pobres los tendréis siempre con vosotros’.”

¿Será que la Iglesia en nuestro tiempo corre el riesgo de anteponer lo temporal a lo eterno, perdiendo así su fuerza interior, así como también la integridad del Cuerpo Místico de Cristo se ve amenazada por pecados y errores, que quieren destruirlo?

Continúa el enunciado de Don Nicola Bux:

“Ya en 1985 se lamentaba el entonces Cardenal Ratzinger: ‘Está en crisis el concepto mismo de Iglesia. Se la considera como una organización que tiene que ocuparse de los cuerpos y no de las almas. Pero Jesucristo vino al mundo para salvar a las almas del pecado y conducirlas de vuelta a Dios Padre. Él no vino para resolver los problemas económicos y sociales resultantes de la ocupación romana de Palestina.’

Y prosigue Don Bux con su planteamiento:

“Se ha difundido un concepto de Iglesia que va desde Che Guevara hasta Madre Teresa –como canta Jovanotti–, donde cada cual puede seguir viviendo como le place, sin necesariamente convertirse a Jesucristo e independientemente de los Mandamientos de Dios. Todo esto lleva a una pérdida de la identidad católica, también por el hecho de que se ha infiltrado en la Iglesia una mentalidad no católica. Entonces, la base de la crisis es un gran malentendido respecto a la cuestión de por qué Cristo fundó la Iglesia.”

Ciertamente debemos siempre preocuparnos de los pobres, movidos por la caridad cristiana, y también hemos de aportar en la búsqueda de soluciones para los problemas del mundo; pero todo esto debe estar integrado en la gran misión de la Iglesia, que, como hemos dicho, es el anuncio del evangelio. La balanza no puede inclinarse demasiado hacia la dimensión vertical, pues así se corre el riesgo de perder la dimensión trascendental.

Creo que a Dios le agrada vernos preocupados por vivir en su gracia y empeñados en dar testimonio de Cristo. Es necesario tanto anunciar como defender el gran regalo de poder pertenecer a la Iglesia. La renovación de la Iglesia sucede gracias a aquellos que se esfuerzan por vivir santamente en el mundo, dando así testimonio de la santidad de la Iglesia.

¿Estará contento el Señor con el estado en que se encuentra la Iglesia? ¿Se están produciendo suficientes uvas dulces o solo hay frutos agrios? ¿Somos motivo de alegría para Dios?

¡Solamente Dios sabrá responder a estas preguntas! Nosotros, por nuestra parte, podemos esmerarnos en producir aquellos frutos que sabemos que le agradarán: la oración sincera y el auténtico testimonio, acompañados por las obras de misericordia espirituales y corporales.

 

[1] Entrevista a Don Nicola Bux en La Fede Quotidiana, 5 de octubre de 2017: https://katholisches.info/2017/10/06/man-kann-nicht-gehorchen-wenn-die-hirten-den-glauben-der-christen-schwaechen/