La virtud de la prudencia

“Porque es el Señor quien da la sabiduría y de su boca brotan el saber y la prudencia” (Prov 2,6).

La virtud de la prudencia suele considerarse como la “auriga virtutum”; es decir, la moderadora o conductora de las otras virtudes, porque ella nos ayuda a aplicar la virtud que corresponda en las circunstancias dadas, de forma sabia y sensata. Con ella aprendemos a discernir debidamente las cosas, y nos enseña a dar la respuesta correcta en cada situación.

Si tenemos presentes las otras virtudes cardinales que hemos meditado durante los últimos días, así como la ascesis de los pensamientos como parte de la templanza, veremos ahora que será la prudencia la que nos ayude a aplicar todo de forma sensata. La virtud de la fortaleza, por ejemplo, debe ponerse en práctica para aquellas cosas que sean correctas y valgan la pena. En cambio, si se pondría en práctica la valentía para cosas insignificantes, para llamar la atención o, peor aún, para fines malos, ella perdería su sentido.

También en lo que respecta a seleccionar los pensamientos que merecen nuestra atención, será la prudencia nuestra guía.

Así, será la prudencia la que nos indique qué debemos hacer y evitar para alcanzar la meta del camino espiritual, que es acercarnos cada vez más a Dios. “Si quieres llegar a la unificación con Dios –nos dice la prudencia– debes renunciar a todo aquello que se opone a su Voluntad. Si quieres convertirte en una persona orante, debes cultivar el recogimiento, evitar palabrerías innecesarias y refrenar la curiosidad”.

La parábola de las diez vírgenes (Mt 25,1-12) nos muestra con gran claridad cuán necesaria es la virtud de la prudencia. Sólo las cinco que eran prudentes fueron admitidas al banquete de bodas; mientras que a las otras cinco, que eran necias, se les cerraron las puertas sencillamente porque no habían sido lo suficientemente previsoras como para llevar aceite de reserva. El Señor concluye la parábola con estas palabras: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora” (Mt 25,13).

Por tanto, la prudencia nos aconseja “aprovechar bien el tiempo presente”, conforme a la exhortación de San Pablo (Ef 5,16), no dejando pasar las oportunidades que se nos presentan para hacer el bien, para practicar la virtud, para dar gloria a Dios, para contribuir a la salvación de las almas… En efecto, si desaprovechamos una ocasión de hacer una buena obra, ésta se habrá perdido para siempre. Ciertamente se presentarán otras oportunidades en el futuro, pero aquella que perdimos no volverá nunca.

Nuestro pasado está en la misericordia de Dios y el futuro en su providencia; pero nosotros disponemos del momento presente para hacer lo mejor de él en vistas de nuestra destinación eterna. Mientras que la astucia o la sagacidad mundana procuran aprovechar el tiempo para acumular la mayor cantidad posible de bienes terrenales, la prudencia se enfoca en los bienes imperecederos: “Amontonaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben (…). Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,20.33).

La prudencia no examina las cosas conforme a su valor humano ni según el gusto ni disgusto que nos provoquen, sino que las pondera sencillamente a la luz de la fe y en vistas de la eternidad: “¿De qué me sirve esto para la eternidad? ¿Haría también esto si fuera a morir ahora mismo?” –se preguntaba San Bernardo.

A continuación, mencionaremos algunos puntos que deben ser tomados en cuenta para cultivar la virtud sobrenatural de la prudencia:

  • Debemos procurar comprender las cosas o circunstancias en su objetividad y no según los sentimientos que suscitan en nosotros. Supongamos, por ejemplo, que escuchamos rumores sobre una determinada persona, pero en realidad desconocemos si las cosas fueron como la gente dice… Muchas veces reaccionamos sentimentalmente ante estos rumores, de manera que ya no podemos tratar libremente con la persona en cuestión y nos distanciamos de ella. Sin embargo, a nivel objetivo, no sabemos nada en absoluto. Si nos dejamos guiar por la prudencia, no prestaremos gran atención a meros rumores, sino que buscaremos lo objetivo: ¿Qué fue lo que realmente sucedió? ¿Será siquiera importante saberlo?
  • La persona que quiera adquirir la virtud de la prudencia debe siempre conservar la docilidad; es decir, dejarse corregir. Esto implica lógicamente una buena porción de humildad. Esta docilidad será en primera instancia hacia el Espíritu Santo, nuestro primer consejero y maestro, que viene en nuestra ayuda especialmente a través del don de consejo. Pero también podremos aprender y dejarnos corregir por la experiencia y por sabios guías espirituales. A veces sucede que el consejo nos llega cuando menos y de quien menos lo esperamos, o leemos en un libro precisamente aquello que necesitábamos para saber qué rumbo tomar en la situación dada. Aquí es importante estar dispuestos a escuchar, aunque sin dejar de aplicar el don del discernimiento, para poder distinguir un consejo bueno de uno erróneo o malo.
  • Una vez que hemos ponderado todo y hemos llegado a la conclusión correcta, es importante ponerla en práctica sin tardar. Mientras que en la fase de discernimiento conviene no apresurarse demasiado ni ser imprudentes, en el momento de poner en práctica lo reconocido no se debe titubear. La prudencia también nos guía cuando la situación sea impredecible y nos exija actuar con prontitud.

Entonces, la prudencia cristiana nada tiene que ver con la sagacidad mundana, que aspira sólo la felicidad terrenal y pasajera. También supera con creces la inteligencia humana, que es incapaz de enfocar todo nuestro obrar a la meta más elevada, porque no conoce más que las metas terrenales.

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