La paciencia de Dios

2Pe 3,8-14

Hay algo, queridos, que no podéis ignorar: que, para el Señor, un día es como mil años, y mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen; lo que ocurre es que tiene paciencia con vosotros, pues no quiere que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión. El Día del Señor llegará como un ladrón. Entonces los cielos se desharán con ruido ensordecedor; los elementos, abrasados, se disolverán; y la tierra y cuanto contiene se consumirá. Puesto que todo esto va a ser consumado así, conviene que, afincados en vuestra santa conducta y en la piedad, esperéis y aceleréis la venida del Día de Dios, el momento en que los cielos se disolverán entre llamas, y los elementos, abrasados, se fundirán.

Pero nosotros, conforme a la promesa de Dios, esperamos unos nuevos cielos y una nueva tierra, en los que habite la justicia. Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos porque él os encuentre en paz, sin mancilla y sin tacha.

¿Todavía creemos en estas palabras tan claras de San Pedro? ¿Estamos conscientes de la gran responsabilidad que tenemos ante Dios y ante los demás?

Parece que, en la actualidad, el anuncio se enfoca cada vez más en la misericordia de Dios; mientras que el llamado a la conversión queda en un segundo plano. Hay que tener mucho cuidado de que no se pierda el equilibrio, pues si el anuncio es sólo positivo, podrían caer en el olvido estas palabras tan fuertes del Apóstol, de manera que las personas podrían pensar que no tienen que cambiar su vida.

¡La paciencia del Señor! A veces uno se cuestiona porqué el Señor tarda tanto en intervenir en los acontecimientos negativos que suceden en este mundo. En la lectura de hoy, San Pedro nos da una respuesta decisiva. El Señor tiene en mente la salvación de todos los hombres; Él quiere que todos se conviertan y lleguen a su Reino.

Como escuchamos en la lectura de hoy, los tiempos de Dios son distintos a los nuestros, y sólo Él tiene la visión de conjunto, con todas las diversas perspectivas de una situación. Y su mirada es una mirada de amor, que invita constantemente al hombre a cambiar su vida de acuerdo con este amor.

Cuando nos fijamos en la situación crítica en la que se encuentra el mundo, con todas sus confusiones y absurdos, podríamos decir: “Amado Señor, ¿por qué no pones fin de una vez a tantas cosas y circunstancias?” Y tal vez sí podemos decírselo, desahogando ante Él nuestro corazón y expresándole nuestro hastío por tanto mal. Incluso en el Libro del Apocalipsis, escuchamos que los mártires “se pusieron a gritar con fuerte voz: ‘¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengarte de los habitantes de la tierra por haber derramado nuestra sangre?’ (…) Y se les dijo que esperasen todavía un poco.” (Ap 6,10-11)

El tiempo y su fin está en manos de Dios; sin embargo, la lectura de hoy sugiere que se puede acelerar la venida del Señor. A través de nuestra conversión personal y de nuestra lucha por la santidad, preparamos su Retorno. Y es muy sabio vivir en vela, aguardando conscientemente el encuentro con el Señor, ya sea en la hora de nuestra muerte o en su Parusía al final de los tiempos. No debemos perdernos en nuestra vida terrenal o apegarnos tanto a ella que nuestro anhelo del cielo se apague o quede relegado a un segundo plano, hasta el punto de caer en el letargo de las simples costumbres.

Aunque el Señor sea tan paciente con nosotros, su Día llegará, y más vale que nos encuentre bien preparados. La certeza de que Dios es tan bueno no debe relajarnos; sino impulsarnos aún más a practicar las obras del amor. Se acerca el Día del Señor: salgamos a su encuentro con una vida de seguimiento de Cristo.

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