Juzgar o discernir

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Rom 2,1-11

Tú, que juzgas, quienquiera que seas, no tienes excusa, pues, al juzgar a otros, te condenas a ti mismo, ya que haces lo mismo que aquellos a quienes juzgas. Pero sabemos que Dios juzga conforme a la verdad a los que hacen semejantes cosas. Y si tú, que juzgas a los que cometen tales cosas, haces lo mismo que ellos, ¿piensas que vas a escapar al juicio de Dios? ¿O desprecias, tal vez, sus tesoros de bondad, paciencia y tolerancia, sin reconocer que esa bondad de Dios te impulsa a la conversión?

Por tu cerrazón de mente y tu carácter impenitente vas atesorando contra ti ira para el día de la ira, cuando se revele el justo juicio de Dios, quien dará a cada cual según sus obras. Los que, perseverando en el bien, busquen gloria, honor e inmortalidad recibirán vida eterna; mas a los rebeldes, indóciles a la verdad y dóciles a la injusticia les aguarda la ira y la cólera. Sufrirá tribulación y angustia cualquier persona que obre el mal: primero el judío, pero también el griego; en cambio, disfrutará de gloria, honor y paz todo el que obre el bien: primero el judío, pero también el griego. Porque Dios es imparcial.

Son severas estas palabras que nos advierten no juzgar a otros, porque, a fin de cuentas, sólo a Dios le corresponde el juicio de una persona.

Sin embargo, es importante que no confundamos la palabra “juzgar” con el discernimiento de una situación o de las actuaciones de una persona. La diferencia es que, en el segundo caso, no juzgamos a la persona; sino a la acción que realiza. Precisamente hace dos días habíamos hablado de que es necesario condenar el error, y de que sería totalmente equivocado dejar de hacerlo por consideración con la persona o por temer que se la estaría juzgando. Discernir, sí; juzgar, no.

El texto de hoy nos recuerda claramente que es Dios quien juzga nuestra vida. Él, en su longanimidad, bondad y paciencia, espera la conversión de la persona y sale en su busca. En el cielo hay una gran alegría por cada uno que se convierte (cf. Lc 15,7), y sabemos que el Padre hace todo para que esta conversión se dé… Es precisamente esta actitud la que el Señor quiere de nosotros. En cambio, cuando juzgamos y faltamos a la caridad, estamos cerrando nuestro corazón, que debería estar siempre abierto para el pecador.

Pero no podemos engañarnos a nosotros mismos: Todo lo que hacemos o dejamos de hacer está en la memoria del Señor. Toda obra buena permanecerá; y las obras malas requieren del perdón de Dios, para que en el “día de la ira” no atraigan sobre nosotros tribulación y angustia.

Cada ligereza es veneno para nuestra vida espiritual, así como lo es el escrúpulo exagerado. La vigilancia y la responsabilidad son actitudes que nos hacen capaces de recorrer sinceramente el camino de seguimiento.

San Benito enseñaba a sus monjes a vivir siempre en la presencia de Dios. Esta consciencia abrirá nuestros ojos a dos dimensiones: Por un lado, nos concederá confianza y seguridad, a sabiendas de que siempre, pase lo que pase, estamos acompañados por Dios.

Por otra parte, será también una advertencia a que examinemos de cara a Dios toda actuación y palabra. Así, nuestra vida obtendrá una gran vigilancia, y nos desharemos de cualquier ligereza, para tomarnos en serio nuestra existencia. La persona despierta está consciente de que todas sus acciones repercutirán también en las otras personas, aun si suceden en lo escondido.

Toda acción en la que cumplimos las directrices de Dios, acrecentará en nosotros el amor y nos hará madurar en él. Por supuesto que también esto repercutirá positivamente en las personas con las que convivimos, pues cuanto más crezcamos en el amor a Dios y en la alegría en Él, tanto más podremos compartirlos también con las otras personas, aun si fuera sólo a través de nuestra forma de ser.

Y esto sucede también a la inversa: Si nos dejamos llevar a los abismos del pecado y no procuramos evitarlo y combatirlo con todas nuestras fuerzas, nuestra relación con Dios y con las otras personas se verá oscurecida.

El texto de hoy nos invita a tomar plena consciencia de nuestra vocación, y a despertar de cualquier actitud letárgica. Esto implica no juzgar a las personas ni hablar mal de ellas, lo cual es un mal que está bastante difundido. En toda la bondad y compasión que Dios tiene para con nosotros, débiles seres humanos, Él ciertamente no quiere que nosotros juzguemos con dureza y sin misericordia a nuestro prójimo.

Es una gracia especial el poder estar cada vez más despiertos frente a Dios y a las personas, porque es entonces cuando nuestra vida empieza a desplegar su verdadera profundidad. Podemos pedirle al Espíritu del Señor que nos despierte de toda letargia interior, para que nuestra vida pueda potenciar toda su fecundidad.