Hijos de Dios

Hoy es el día séptimo del mes, y quisiera mantenerme en mi propósito de dedicarle el siete de cada mes a una meditación sobre el Mensaje del Padre Celestial a Sor Eugenia Ravasio.

¿Por qué?

Hay una sencilla explicación: Hasta ahora no he encontrado –aparte de la Santa Biblia, por supuesto– un escrito comparable, que nos transmita de forma tan atrayente el amor del Padre Celestial a nosotros, los hombres; como es el caso de esta revelación a Sor Eugenia. Todo en este mensaje respira sencillez y autenticidad. Puesto que la Iglesia ya lo ha examinado intensamente y ha reconocido su origen sobrenatural, nos movemos en “terreno seguro”, por así decir. Por eso me gusta mucho transmitir elementos de este mensaje, y espero que produzca frutos similares a los que ha producido en mí y en otras personas que conozco.

Hoy quisiera detenerme en el tema de la confianza, que es tan importante precisamente en los tiempos oscuros en que nos encontramos. Algunos fieles sufren mucho bajo la creciente oscuridad anticristiana, y están confundidos. No se les puede prometer que muy pronto llegará a término esta época de confusión. ¡Lo que sí se les puede asegurar es que en este tiempo la confianza en Nuestro Padre es más importante que nunca! Ella nos sostendrá y nos ayudará a no permitir que la densa neblina de las tinieblas nos opaque la vista o incluso ejerza una fascinación negativa sobre nosotros. Sin máscaras podemos mirar el rostro de Dios, que está vuelto a nosotros y permanecerá así, pase lo que pase.

En una parte del “Mensaje del Padre” dice lo siguiente:

“Yo os he elevado a todos a la dignidad de hijos de Dios. Sí, sois hijos Míos y debéis decirme que Yo soy vuestro Padre. ¡Debéis confiar en Mí como hijos, pues sin esta confianza jamás obtendréis la verdadera libertad!”

Se habla aquí de la confianza y libertad cuando correspondemos a nuestra vocación de hijos de Dios y tenemos una viva relación con nuestro Padre Celestial.

Confiar en Dios significa entregarnos totalmente a Su amor y abandonarnos en Él. Debemos estar tan conscientes de la bondad y sabiduría de Dios, que pongamos las riendas de nuestra vida completamente en Sus manos. Esto aplica en todas las situaciones, y especialmente en estos tiempos confusos del Coronavirus.

¿Qué sucederá cuando pongamos nuestra confianza en Dios? Seremos conducidos a la verdadera libertad, porque ya no nos haremos dependientes de todo tipo de “príncipes”. La Escritura nos dice estas palabras contundentes y fáciles de retener: “No confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar” (Sal 146,3).

Simplemente admitámoslo: ¡Sólo con el Señor estamos verdaderamente a salvo!

Esta constatación –quizá al inicio dolorosa, pero muy provechosa– se convierte para nosotros en una invitación a que pongamos en práctica concretamente las palabras de nuestro Padre. Por tanto, mi propuesta concreta es ésta:

Consagremos conscientemente nuestras familias, nuestras comunidades y a nosotros mismos a Dios Padre, y permitamos que Él sea nuestro centro. Entonces nuestra vida se hará más profunda y obtendremos una mayor libertad.

En otro pasaje del “Mensaje del Padre” escuchamos las siguientes palabras:

“No os pido más que una gran confianza (…). Lo que quiero y lo que me complace es que tengáis una actitud de verdaderos hijos, sencillos y confiados para conmigo. Hacia vosotros, me haré todo para todos, como el más tierno y amoroso Padre. Me familiarizaré con vosotros, me donaré a todos, me haré pequeño para haceros grandes en la eternidad.” 

¡Nuevamente se nos pide confianza! La confianza significa soltar nuestro control y dominio sobre todas las cosas; un dominio que, de todas formas, nunca puede lograrse, porque jamás tendremos un control tal sobre la vida como lo imaginamos. En Su Sabiduría, Dios lo ha dispuesto así, conociendo bien la tentación del hombre de “querer ser como Dios” (Gen 3,5); la misma tentación que hizo sucumbir al ángel caído.

Al dar pasos de confianza, fácilmente se disolverán nuestras tensiones interiores y el egocentrismo en que vivimos. ¡Dios quiere que nos comportemos como niños frente a Él! Esto no significa permanecer inmaduros e infantiles. Se trata, antes bien, de esa confianza fundamental que aún preservan los niños sanos. ¡Éste es el remedio contra toda forma de sobrevalorarnos a nosotros mismos!

Un hijo de Dios también puede equivocarse, sin creer inmediatamente que ya está condenado; un hijo de Dios se recuesta en el pecho del Padre y le confía lo más íntimo; un hijo de Dios no conoce el miedo al futuro, porque sabe que está cobijado en Dios; un hijo de Dios no le tiene miedo a Dios, pero, reverente y amorosamente, busca siempre Su glorificación; un hijo de Dios cae siempre en los brazos abiertos de su Padre; un hijo de Dios se sabe infinitamente amado, y así ha llegado a ser libre.

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