EL AMOR PAGA TODO

“Aunque vuestros pecados fuesen repugnantes como el fango, vuestra confianza y vuestro amor me los harán olvidar, a tal punto que no seréis juzgados. Es verdad que soy justo, ¡pero el amor lo paga todo!” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).

Nuestro Padre habla aquí de pecados graves y repugnantes, que quizá a nosotros mismos nos cueste perdonarnos. No pocas veces sucede que las personas, una vez que reconocen la magnitud de sus culpas, caen en desesperación y no son capaces de perdonarse a sí mismas. Así, bloquean su propia vida y, a pesar de haber recibido el perdón de Dios, el pecado sigue proyectando su sombra sobre ellas.

Y en este contexto viene a nuestro encuentro la invitación del Padre, en la que contrarresta con su amor toda tendencia autodestructiva del hombre. Él quiere devolvernos la libertad y la dignidad que han sido heridas por el pecado.

Escuchemos con atención: nuestra confianza y nuestro amor harán que Dios olvide nuestros pecados. Él no quiere pensar más en ellos; nuestras deudas han sido saldadas. ¡Jesús nos ha rescatado a precio de su propia sangre! Ahora se trata de que permitamos que el amor de nuestro Padre cale en nosotros como una certeza inquebrantable, y que este amor ahuyente las sombras del pecado.

Entonces, vemos que Dios no guarda en su memoria nuestros pecados, pero sí cada pequeño gesto de amor, cada mirada que le dirigimos, cada palabra de agradecimiento a Él, cada acto de confianza en Él… Gracias al perdón de los pecados, incluso de los más graves y repugnantes, crece aún más nuestra gratitud y alabamos tanto más fervorosamente la generosidad de Dios.

De este modo, también se ensanchará nuestro corazón en relación a las otras personas, aun si éstas se han contaminado con los pecados más repugnantes y repulsivos. Si están dispuestas a la conversión y Dios perdona y olvida sus pecados, ¿quiénes somos nosotros para echárselos en cara y acusarlos? ¿Acaso no estamos ejerciendo así una manipulación ilegítima sobre ellos? Tal actitud de nuestra parte sería muy distinta a cómo nos trata Dios a nosotros.

¿No estamos llamados a asemejarnos a Dios? Él no se deja ganar en generosidad, pero podemos intentar alcanzarlo e imitarlo.