“Descanso de nuestro esfuerzo; brisa en las horas de fuego” (Parte V – Retiro de Pentecostés)

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“Descanso de nuestro esfuerzo”

Padecemos de un desasosiego, tanto a nivel exterior como interior. En lo que refiere al nivel exterior, fácilmente nos dejamos absorber por la dinámica del trabajo y de los quehaceres. También los muchos encuentros y contactos, junto con las posibilidades de comunicación que hoy son prácticamente ilimitadas, generan a nuestro alrededor una inquietud casi constante. El santo silencio se lo encuentra cada vez menos. Incluso las iglesias se convierten más y más en sitios de intranquilidad; en vez de ser lugares valiosos de recogimiento.

Bajo la guía del Espíritu Santo, hemos de sustraernos de las circunstancias ruidosas y distractoras, cuando no sean inevitables. En medio de la intranquilidad que nos rodea, necesitamos un punto de anclaje en nuestro interior. Esto significa que, a través de la oración interiorizada, ha de surgir en nosotros un espacio en el alma, en el cual mora el Espíritu Santo, concediéndonos Su presencia y serenidad. A este espacio interior –podríamos denominarlo nuestra “celda monástica”- podemos retirarnos también en medio de la inquietud exterior que nos rodea.

Pero nuestra inquietud no se debe principalmente a las circunstancias externas. Si estamos atentos, aprenderemos a percibir también nuestro desasosiego interior. Aún no estamos del todo cobijados en Dios ni estamos “en casa” –por así decir- dentro de nosotros mismos. En realidad, deberíamos partir de una serenidad interior, que alcanzamos gracias a una profunda relación con Dios, para entonces modelar nuestra vida exterior de tal forma que, a pesar de todas las demandas y esfuerzos, obtenga un ritmo calmado y constante.

Pero, por lo general, fácilmente nos vemos tentados a exponernos a un estrés interior y exterior. Tal vez también estamos demasiado ocupados cumpliendo todo tipo de deseos y expectativas de otras personas, sin examinar previamente si son justificados y si conviene corresponderles…

Por eso es provechoso tomar conciencia una y otra vez de la presencia del Espíritu Santo, y poner ante Él en la oración toda la inquietud interior que percibamos. Él podrá desprendernos del apego a la respectiva situación que causa la inquietud, y así llevarnos a la serenidad interior. Esto sucede al elevar la mirada a Dios, y así también contemplar la situación concreta en la que nos encontramos desde la perspectiva del Señor. Si esto sucede, generalmente se desvanece la inquietud y la tensión, y cede la impresión apremiante de nuestros sentimientos, que a menudo nos quitan libertad.

Ciertamente el Señor no quiere que recorramos el camino de seguimiento de Cristo, tanto interior como exterior, en desasosiego e intranquilidad; sino en confianza y con la seguridad de Su presencia. Además, todo cuanto hagamos, si se lo ofrecemos conscientemente al Señor, se convierte en servicio al Reino de Dios. Todo cuanto hagamos, entonces, debe obtener el “sabor” de la presencia del Espíritu Santo, que es muy distinto a la inquietud de nuestro comportamiento natural. Pensemos también en el testimonio que damos… Un cristiano que viva intranquilo y tenso, difícilmente resultará atrayente para otras personas.

El descanso que el Espíritu Santo quiere dar, no es solamente un calmante y una relajación momentánea para la situación; sino que consiste en vivir cada vez más conforme a la Voluntad de Dios, de donde le viene al alma la paz que Dios concede. Ahora, esta serenidad, junto con la paz interior, se actualizarán en cada situación concreta, difundirán luz y claridad e impregnarán nuestro desasosiego e inquietud.

 

“Brisa en las horas de fuego”

En este contexto, conviene reflexionar sobre las pasiones desordenadas. Son nuestras potencias naturales, cuando están dirigidas a contenidos equivocados o sin importancia. Así se vuelven desordenadas, porque se las emplea para una meta equivocada.

Pero el desorden también surge cuando las potencias naturales no son refrenadas a través de una ascesis apropiada. Entonces dominan a la persona, de modo que termina haciendo lo que en realidad no quiere hacer (cf. Rom 7,19).

Tomemos como ejemplo la ira. Si no se la refrena, se encenderá simplemente cuando a la persona no se le cumplan las cosas como esperaba. En consecuencia, actuará injustamente.

La tarea de refrenar nuestras pasiones desordenadas es muy importante para el avance en la vida espiritual. Nos dará una buena base para convertirnos en personas constantes y fiables, que no se dejan llevar aquí y allá por el viento. ¡Y en ello el Espíritu Santo nos brinda una ayuda fundamental!

Es Él quien trae orden en medio del caos. Y no sólo a nivel cósmico, en el contexto de la Creación del mundo; sino que Él trae orden en el caos del pecado y de sus consecuencias en nuestra vida. “En las horas de fuego”, en los momentos de lucha, cuando, por ejemplo, las pasiones “hierven”, el Espíritu Santo nos concede Su brisa. Entonces, los sentimientos quedan refrenados; las palabras que emanan de una lengua inflamada, como dice el Apóstol Santiago (cf. St 3,5-6), se calman y también se desintoxican. El fuego de las pasiones desordenadas generalmente exagera, hiere, sale de la objetividad, y el Espíritu Santo nos la devolverá a través de Su luz.

Quedémonos con esto: El Espíritu Santo, al habitar en nuestro interior y establecer allí Su morada, manifestándose como amor, luz y verdad, se convierte en el principio de orden, tanto para nuestra vida interior como exterior, centrándonos en Dios. Y no sólo lo hace iluminando nuestro entendimiento y haciéndonos comprender las cosas, sino también tocando todo el desorden en nuestro interior. Así, nos concede la fuerza para dejar atrás la inquietud y el fuego, venciéndolas en la gracia de Dios.