“Hijo mío, yo te amo aún más de lo que tú me amas” (Palabra interior).
¡Qué aseveración de nuestro Padre! Ésta es una certeza que envuelve toda nuestra vida. Por tanto, hemos de tomárnosla de forma muy personal para que se vuelva fecunda.
Cuando nuestro corazón ha despertado y comienza a arder de amor por Dios, siempre es su amor el que precede al nuestro y nos ha tocado primero. Se dirige a nosotros de forma personalísima, aunque seamos uno entre incontables seres humanos.
Pero, ¿realmente le creemos? ¿Vivimos en esta certeza?
Fijémonos en Jesús, que dio su vida por cada uno de nosotros. ¿Podía nuestro Padre Celestial darnos una mayor prueba de su amor que la de entregársenos Él mismo en la Persona de su Hijo? ¿No nos ha abierto así de par en par su Corazón?
Cuanto más nos sumergimos en el misterio de su amor, cuanto más cobramos conciencia de él y brota en nuestro corazón un torrente de gratitud, tanto más fácil y naturalmente sabremos corresponder al amor de nuestro Padre. Nuestro amor se vuelve claro y puro, fuerte y perseverante, e incluso puede llegar a arder al punto de estar dispuestos a entregarle todo al Señor y de dar la vida por Él.
Y cuando hayamos dado esta respuesta al infinito amor de Dios, apenas habremos absorbido y saboreado unas gotitas de su amor, regalándoselas de vuelta a nuestro Señor.
Pero esas gotitas son sagradas e infinitamente valiosas para nuestro Padre. Los ángeles las recogerán, alabando al Padre y regocijándose por nuestra dicha.
Entonces, cuando lleguemos a la eternidad, lo veremos cara a cara y podremos asimilar sin reservas su incomparable amor. Entonces lo sabremos: Sí, Padre, Tú me has amado desde toda la eternidad, y siempre me has amado mucho más de lo que yo te he amado a ti. Y eso, amado Padre, es mi alegría eterna.