Hoy celebramos la memoria de Santa Catalina de Alejandría, que vivió entre el siglo III y IV. En su vida se aplican perfectamente las palabras de Jesús que habíamos escuchado en el evangelio de ayer:
“No os propongáis preparar vuestra defensa; porque yo os daré palabras y sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios” (Lc 21,14-15).
Catalina, siendo la hija única de un rey pagano llamado Costus, había recibido una buena educación. Ella se había hecho cristiana.
Cuando escuchó que el emperador Majencio había ordenado que todo el pueblo acudiese a Alejandría para ofrecer sacrificios a los dioses, Catalina se dirigió de prisa al sitio donde estaban los cristianos, atemorizados ante la muerte que les esperaba si se negaban a sacrificar.
Con valentía, la joven se presentó ante el Emperador y le dijo:
CATALINA: “Corresponde a tu dignidad que te salude, oh Emperador… ¡Ojalá reconocieras al Creador del cielo y apartaras tu corazón de los falsos ídolos!”
Entonces debatió con el Emperador, exponiéndole muchos argumentos a favor de la fe cristiana, que él no supo refutar.
Catalina le preguntó: “¿Por qué has convocado en vano al pueblo aquí, para que, en su insensatez, ofrezca sacrificio a los ídolos? ¡Nadie se iguala a Dios! ¡A Él deberías adorarlo, pues Él es el Dios de los dioses y Señor de señores.”
El Emperador, impresionado por la belleza y sabiduría de la joven, le habló así: “Nos hemos quedado sorprendidos ante tu sabiduría y queremos saber a qué linaje perteneces.”
CATALINA: “Yo soy Catalina, la hija única del rey Costus. Pero aunque haya nacido en la púrpura y haya sido instruida en todas las artes, he despreciado todo aquello y me he consagrado al Señor Jesucristo. Los dioses a los que Vos adoráis, en cambio, no pueden ayudaros ni a Vos ni a vuestros súbditos. ¡Ay de vosotros, desdichados, que adoráis imágenes! Vuestros dioses no están junto a vosotros, y cuando los invocáis en vuestra angustia y en la tribulación, ellos no vienen en vuestra ayuda ni os protegen en el peligro.”
EMPERADOR: “Si lo que dices es cierto, entonces todos los demás están equivocados y sólo tú dices la verdad. ¡Pero tú no eres más que una débil mujer!”
Cuando el Emperador se dio cuenta de que no podía resistir a la sabiduría de aquella joven, mandó llamar a los mejores eruditos de su Reino para que refutasen sus argumentos. Así, llegaron a Alejandría cincuenta sabios para debatir con Catalina.
El Emperador les dijo: “Hay entre nosotros una virgen de incomparable sabiduría, que supera a todos los sabios. Ella afirma que todos los dioses son espíritus malignos. Si lográis derrotarla, volveréis a vuestra patria con grandes honores.”
Uno de los eruditos, disgustado, le dijo al Emperador: “Oh, gran Emperador, ¿por qué nos habéis convocado para una disputa tan poco honrosa con una virgen a la cual hasta el menor de nuestros alumnos podría derrotar fácilmente? Traédnosla, para que confiese su crimen y admita que nunca ha visto maestros más sabios.”
Cuando la doncella Catalina se enteró de lo que le esperaba, se puso enteramente en manos de Dios. Un ángel del Señor vino a ella y le exhortó a permanecer firme, asegurándole que ella no sería derrotada; sino que, antes bien, los eruditos se convertirían y alcanzarían el martirio. Así, la joven se armó de valor para el debate que se acercaba.
MAESTRO: “¿Qué es lo que dices, doncella? Es imposible que Dios se haga hombre o esté expuesto al sufrimiento.”
CATALINA: “Incluso a los paganos les había sido predicho que así sucedería. La sibila anunció: ‘Bendito sea el Dios que pende en la cruz enaltecida’.”
Entonces, con la sabiduría que Dios le había concedido, Catalina convenció a todos los eruditos hasta el punto de que ellos ya no pudieron refutarle. Ante esto, el Emperador se enfureció sobremanera.
Uno de los eruditos le dijo: “Vos sabéis, oh Emperador, que nunca habíamos sido derrotados por ningún hombre; pero es el Espíritu de Dios quien habla a través de esta virgen, dejándonos a todos en tal asombro que ya no queremos ni podemos hablar nada contra Cristo. Por eso, oh Emperador, profesamos sin temor: Todos nosotros nos convertimos a Cristo.”
En su cólera, el Emperador ordenó que todos fuesen quemados. Pero los sabios, fortalecidos e instruidos por las palabras de consuelo de la doncella Catalina, permanecieron fieles a la fe y recibieron así la corona del martirio.
El Emperador Majencio, que quería ganarse a Catalina, le hizo muchos ofrecimientos, que ella rechazó en su totalidad. Al final, también ella misma padeció el martirio. Gracias a su testimonio y a las señales milagrosas que la acompañaban, muchas personas se convirtieron a Cristo, incluida la esposa del Emperador.
En esta virgen se hizo realidad la promesa de Nuestro Señor para cuando estemos en tribulación:
“No os propongáis preparar vuestra defensa; porque yo os daré palabras y sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios” (Lc 21,14-15).