¡Cuánto admiramos el amor de una madre, que permanece al lado de su hijo aun en las más difíciles circunstancias! Para no pocas personas, este amor maternal es quizá lo único en que pueden apoyarse en medio de las olas de la confusión y distorsión de la vida.
A través del Profeta Isaías, el Señor mismo nos pone como ejemplo este amor:
“¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré.” (Is 49,15)
Y el Mensaje del Padre nos dice lo siguiente a este respecto:
“Una madre jamás olvida a la pequeña criatura que ha dado a luz. ¿No es aún más hermoso de Mi parte que Yo recuerde a todas las criaturas que he enviado al mundo? Ahora bien, si una madre ama a este pequeño ser que le he dado, Yo lo amo aún más que ella, porque Yo lo he creado. Aun si a veces sucediera que una madre ame menos a su hijo por algún defecto que éste tenga, Yo, por el contrario, lo amaría aún más. Aunque ella lo olvidase o pensase en él solo ocasionalmente, sobre todo cuando su edad lo ha retirado del cuidado materno, Yo no lo olvidaré jamás. Yo lo amo siempre; y, aunque él ya no se acuerde de Mí, su Padre y su Creador, Yo seguiré recordándolo y amándolo.”
Crear al hombre de la nada e insuflar en él un alma inmortal, haciéndolo así semejante a Dios mismo, es un acto de amor mucho más consciente que el amor maternal, proveniente de la naturaleza humana misma. El primero es el amor por excelencia, que es Dios mismo y se dirige a cada persona en particular, habiéndola llamado a la existencia. Cada persona está indeleblemente grabada y vive en la amorosa memoria de Dios, quien no sólo la creó, sino que dispuso para ella la Redención y la vida eterna. Así, por causa de su amor, es imposible para Dios olvidarla. ¡El hombre debe saberlo y vivir en la certeza de este amor!