“Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras: que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor” (Sal 103,31.34).
¡Qué maravilloso es cuando, en vez de mirarnos a nosotros mismos, aprendemos a centrar nuestro corazón en Dios; cuando ya no pasamos tan ocupados con nosotros mismos, sino que procuramos hacer aquello que agrada al Señor! En efecto, cuando empezamos a buscar agradarle, cuando le preguntamos a nuestro Padre Celestial cómo podemos causarle alegría hoy, nuestros ojos se levantan y podemos encontrar fácilmente la “pista de oro” que marcará nuestro día.
El Espíritu Santo se apresurará a mostrarnos cómo complacer al Señor y nos animará a hacerlo, pues el don de piedad, que nos ha sido infundido en el Bautismo, inclina nuestro corazón a hacerlo todo por amor al Padre.
¡Cuánta paz y cuánta luz puede penetrar en nuestra alma cuando respondemos al cortejo y a la guía del Espíritu Santo, volviéndonos cada vez más conscientes de que nuestra existencia y nuestro esfuerzo por seguir al Señor es un deleite para Él! Así, Él goza con sus obras también al ver nuestra vida.
El Espíritu Santo cuidará de que no sólo busquemos evitar aquello que pudiese desagradar a nuestro Padre; sino que de nuestro corazón brote con alegría la alabanza a Dios y que la proclamemos con nuestros labios. Él se encargará de que nuestras palabras estén impregnadas por la verdad y de que el amor que habita en nuestro corazón toque a las personas, para que conozcan la bondad de nuestro Padre.
En la medida en que se despliega en nuestra vida el don de piedad, el amor de Dios crece en nosotros, impregnando también nuestro amor humano. Así, reconocemos mejor aún la gloria de Dios, nuestro amor por Él aumenta y podemos exclamar agradecidos: “Yo me alegraré con el Señor.”