Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra (…). Vio Dios cuanto había hecho, y todo era muy bueno” (Gen 1,26.31).
¡Fue así como el Señor nos pensó! Hemos sido creados nada más y nada menos que a su imagen y semejanza. La interiorización de esta frase del Génesis podría bastar para disipar toda niebla en nuestro interior: toda esa niebla que quiere opacar la verdad y el amor insondables que están en el origen de nuestra existencia, toda esa niebla que no quiere dejar brillar el verdadero valor del hombre y que en estos tiempos incluso lo confunde en su misma identidad de criatura. ¡Qué oscuridad!
Sin embargo, Dios todo lo ha hecho bien. Él no se equivocó al crear al hombre. Al referirse a la creación del hombre, incluso está escrito que “vio Dios que era muy bueno”. El hombre es la obra maestra de su amor. ¡Esa es la verdad!
No obstante, sabemos que el hombre no permaneció en su esplendor. Se dejó seducir y transgredió el sabio mandamiento de Dios. En consecuencia, tuvo que vivir fuera del Paraíso, con todas las consecuencias que hasta el día de hoy tenemos que sobrellevar.
Y nuestro Padre, aun sufriendo por el rechazo de su amor y viendo que la gloria que había concedido al hombre amenazaba con perderse, lo buscó para devolverle su verdadera dignidad de hijo de Dios.
Nuestro Padre recurre a todos los medios para que nosotros, que fuimos creados a su imagen, lleguemos a ser lo que en realidad somos y lo que él nos ha llamado a ser: verdaderos hijos suyos y coherederos del Reino de Cristo.
Nuestro Padre verá su Creación redimida y dirá: “Es muy bueno”.