“Vive en íntima amistad conmigo. Ésta se profundizará más y más, hasta que estés del todo conmigo en la eternidad” (Palabra interior).
La amistad con nuestro Padre Celestial es una de las experiencias más bellas en la vida. Así como Jesús llamó a sus discípulos “amigos” (Jn 15,15) y los trató como tales, también el Padre nos invita a vivir en amistad cercana con Él. La palabra “cercana” quiere subrayar aún más la intimidad de esta relación.
“Debéis aprender a conocerme mejor y a amarme tal como yo lo deseo; es decir, no sólo como vuestro Padre sino también como vuestro amigo y confidente.” (Del Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio)
Es una amistad que el Padre anhela desde hace mucho tiempo, y está a la espera hasta que respondamos a su invitación, hasta que la comprendamos en su Espíritu y sepamos corresponder cada vez más a su amor. Cuando nos convertimos en amigos suyos, Él nos confía sus deseos y preocupaciones, y nos comunica aquello que lleva en su Corazón. Al mismo tiempo, está siempre presto a escuchar lo que nosotros queremos decirle y confiarle.
Su amistad se convierte en algo natural para nosotros, que día a día debe profundizarse. Nuestro Padre y amigo divino está siempre dispuesto a hacer la parte que le corresponde para mantener viva esta amistad. Él siempre nos ofrece su Corazón. Nosotros, en cambio, nos olvidamos con facilidad de cuidar esta amistad, y no pocas veces nos cuesta percibir atentamente la presencia de nuestro Padre.
Cuanto más cultivamos la amistad con Él, en un diálogo íntimo, tanto más profunda llega a ser y tanto más conscientes nos volvemos de que nos encontramos en la peregrinación hacia la eternidad. Nuestro Padre y amigo divino es nuestro acompañante en este camino y, al mismo tiempo, es nuestra meta. Allí, en la eternidad, el Señor nos tiene preparadas las moradas, como les aseguró a sus discípulos (Jn 14,2).
No quedamos exentos de las cargas que esta vida trae consigo, pero éstas se vuelven ligeras cuando nuestro amigo paternal nos acompaña. Más aún, pueden incluso convertirse en una “dulce carga”, cuando vamos comprendiendo cada vez mejor su amistad. Ésta supera toda amistad humana, porque nuestro Amigo divino es a la vez nuestro Salvador, que no sólo permanece a nuestro lado y nos consuela en los momentos difíciles, sino que incluso puede insertarlos en su plan de salvación (Rom 8,28). ¡Dichoso aquel que cultiva esta amistad con Dios y encuentra en ella su hogar!