2Cor 5,6-10
Nos sentimos plenamente seguros, aun sabiendo que habitar en este cuerpo es vivir en el exilio, lejos del Señor; porque nosotros caminamos en la fe y todavía no vemos claramente.
Sí, nos sentimos plenamente seguros, y por eso, preferimos dejar este cuerpo para estar junto al Señor; en definitiva, sea que vivamos en este cuerpo o fuera de él, nuestro único deseo es agradarlo. Porque todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba, de acuerdo con sus obras buenas o malas, lo que mereció durante su vida mortal.
Aunque estas palabras fueron escritas en relación a la vida de los apóstoles, se extienden a todas las personas que han recibido la gracia de conocer y seguir a Jesús. El Apóstol San Pablo nos invita a vivir con la mirada fija en Dios y en la eternidad.
En efecto, esa es la orientación que necesitamos para no quedarnos atrapados en nuestra vida terrenal, para que nuestra fe no se aletargue y nuestro caminar no se nos vuelva pesado. Si nuestra vida estuviese demasiado arraigada en la dimensión terrenal y, en consecuencia, perdiésemos la visión sobrenatural, ¿de dónde adquiriríamos la seguridad? Es esta visión sobrenatural la que nos hace realistas en un sentido espiritual: hemos de rendir cuentas de nuestra vida en primer lugar a Dios, y es nuestro honor esforzarnos por agradarle.
¡Cuánto cambia nuestra vida cuando, conforme a lo que San Benito recomienda a sus monjes, tenemos presente a Dios en todo lo que hacemos! ¡Con cuánta responsabilidad manejaríamos nuestras palabras y gestos y aprovecharíamos todas las oportunidades que se nos presentan para hacer el bien, para dar un testimonio cristiano, para atestiguar el amor de Dios!
Al poner en práctica los consejos del Apóstol en la lectura de hoy, nuestra vida se convierte en una vida espiritual, porque comprendemos cada vez mejor que el breve tiempo de nuestra peregrinación por este mundo no es sino un tránsito hacia la patria eterna. Todavía vivimos en el exilio, en este cuerpo mortal; pero el Señor nos recompensará abundantemente si supimos serle fieles bajo estas circunstancias difíciles.
Precisamente cuando aceptamos este reto por amor a nuestro Padre Celestial, levantando los ojos hacia Él y hacia la eternidad que nos espera, nuestra vida terrenal –a menudo marcada por el sufrimiento y la fatiga– se transforma desde dentro y se nos convierte en una marcha presurosa y consciente hacia la eternidad. Entonces ya no nos pesará este cuerpo corruptible. Lo que produce este cambio decisivo en nuestra existencia terrenal es el amor de Dios que nos ha tocado y empezado a transformarnos.
También la última afirmación de la lectura de hoy es una exhortación a vivir vigilantes. El hecho de que nada está oculto a los ojos de Dios y que todos los hombres han de comparecer ante el tribunal de Cristo no debe interpretarse como una amenaza para atemorizarnos, sino que ha de hacernos conscientes de la trascendencia de nuestros actos y de la realidad en la que vivimos desde ya y a la cual nos dirigimos.
Si no estamos conscientes de ello, pasamos por alto una realidad que debería ayudarnos a hacer fructificar lo mejor posible nuestra vida. Pero aunque alguien percibiese el tribunal de Cristo como una amenaza, más vale dejarse sacudir y reflexionar sobre su propia vida a partir de este susto, desterrando toda frivolidad e indiferencia, que caer o permanecer despreocupadamente en un rumbo pernicioso que puede llevar al abismo.
Esta lectura, así como otros pasajes de sus cartas, dan fe de que el Apóstol San Pablo hubiera querido partir pronto hacia su Señor; es decir, salir de su cuerpo mortal. Sin embargo, el Señor se lo dejó un tiempo a la joven Iglesia, para que continuara su misión y fortaleciera a los fieles.
Aunque ya sintamos el anhelo de llegar para siempre a nuestro hogar eterno, ¡que el Señor, en su infinita sabiduría, haga fecunda nuestra vida hasta el último instante, de manera que podamos acercarnos confiadamente al tribunal de Cristo!