VIVE PARA MÍ

“Vive para mí y haré tu vida fecunda para muchas personas” (Palabra interior).

La fecundidad de nuestro camino de seguimiento de Cristo depende menos de nuestros propios esfuerzos que de nuestra unión con el Padre. Sin restar importancia a nuestra propia contribución, debemos interiorizar una y otra vez la jerarquía espiritual de la vida. Esto no es tan fácil de entender para nosotros, los hombres, porque en una sociedad basada en rendimientos difícilmente se reconoce el valor de la contemplación. Antes bien, el prestigio que se adquiere en tal “meritocracia” se mide según la abundancia de los logros alcanzados, el conocimiento, las ganancias materiales, etc. A menudo estamos marcados por estos criterios.

Sin embargo, en el Reino de nuestro Padre la medida es distinta. Lo que cuenta aquí es la calidad del amor con que hacemos las cosas. Esta calidad nos confiere el mayor prestigio ante Dios. ¡Qué justa es esta medida, porque en base a ella toda persona puede encontrar gran favor ante Dios! Tal vez incluso adquiera prestigio entre las personas que son capaces de reconocer su amor.

El secreto de la fecundidad de nuestra vida –que sólo nuestro Padre conoce en su totalidad– es, pues, nuestra unión con Él. Cuando abandonamos nuestra vida y entramos en su vida –o, por mejor decir, cuando la vida de nuestro Padre impregna la nuestra–, entonces es el Señor mismo quien concede su gracia a los hombres a través nuestro y con nuestra cooperación. En efecto, el amor de Dios quiere llegar a todos los hombres, y quiere hacerlo específicamente a través nuestro con aquellas personas que se cruzan en nuestro camino.

Ciertamente, no siempre lo consigue. En primer lugar, porque nosotros todavía no somos instrumentos tan bien dispuestos y afinados de su gracia; en segundo lugar, porque la aceptación del amor de Dios requiere el “sí” de la persona en cuestión.

Pero nuestra mirada se dirige a nuestro Padre: “Vive para mí” –nos dice. Día tras día, hora tras hora. Así, nuestra vida se volverá fecunda.