VIGILANCIA AL HABLAR

“Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor” (Sal 103,34).

La vigilancia al hablar es muy grata al Señor. De hecho, Él mismo nos exhorta a la claridad y a que no haya ambigüedad en nuestro hablar: “Que vuestro modo de hablar sea: ‘Sí, sí’; ‘no, no’. Lo que exceda de esto, viene del Maligno” (Mt 5,37). Las palabras que salgan de nuestros labios han de ser como agua cristalina, sin turbidez, que broten de un corazón purificado y alegren a Dios y a los hombres.

También el Apóstol de los Gentiles nos exhorta:

“Que no salga de vuestra boca ninguna palabra mala, sino lo que sea bueno para la necesaria edificación y así contribuya al bien de los que escuchan. Y no entristezcáis al Espíritu Santo de Dios con el que habéis sido sellados para el día de la redención. Que desaparezca de vosotros toda amargura, ira, indignación, griterío o blasfemia y cualquier clase de malicia” (Ef 4,29-31). 

El Apóstol Santiago, por su parte, nos da un importante consejo:

“Que cada uno sea diligente para escuchar, lento para hablar y lento para la ira” (St 1,19).

Entonces, vemos que se nos amonesta a emplear nuestras palabras de forma prudente y cuidadosa, para no ofender el amor ni perdernos en palabrerías inútiles. Pero, por otra parte, la alabanza de Dios puede y debe estar siempre en nuestra boca (Sal 33,1), para que su Nombre sea conocido entre los hombres y nos regocijemos en el Señor. Lo más hermoso que puede salir de nuestros labios son palabras que aclamen el amor de Dios, que ensalcen su Nombre, que den a conocer sus grandes portentos. ¡Nunca lo habremos alabado lo suficiente!

Cuando el corazón esté lleno del amor de Dios, entonces brotarán de nuestra boca ríos de agua viva, que pregonarán su sobreabundante e inconmensurable amor por nosotros, los hombres. Entonces nuestro poema le será agradable y nuestro corazón se alegrará con el Señor en todo momento.