Is 65,17-21
Esto dice el Señor: “Mirad, voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva; de las cosas pasadas ni habrá recuerdo ni vendrá pensamiento. Regocijaos, alegraos por siempre por lo que voy a crear. Voy a crear una Jerusalén “Regocijo” y un pueblo “Alegría”; me regocijaré en Jerusalén y me alegraré por mi pueblo, ya no se oirá en ella ni llanto ni gemido. No habrá niños que vivan pocos días, ni adultos que no alcancen la vejez; será joven quien muera a los cien años, y se tendrá por maldito quien no los alcance. Edificarán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán su fruto.
¿De qué tiempos está hablando aquí el profeta Isaías? Uno tendería a pensar que esta profecía corresponde más al estado paradisíaco que a una realidad terrenal. Si veo la situación actual de Jerusalén o también de la cristiandad, puedo concluir que el profeta se está refiriendo a un tiempo que aún está por venir. ¿Será un atisbo a un venidero período de paz?
Conviene incluir aquí unas cuantas consideraciones sobre la profecía a nivel general, que es un componente esencial de nuestra fe. La Iglesia afirma estar cimentada tanto en los apóstoles como en los profetas (cf. Ef 2,20). En Israel, los profetas tenían una posición sumamente importante, y la falta de jefes y profetas era considerada una gran desgracia para el Pueblo (cf. Dan 3,38).
Los profetas y sus respectivas profecías –siempre y cuando sean auténticos–, son una especial intervención de Dios para guiar al Pueblo, para corregirlo, para despertar en él la esperanza, para advertirlo sobre las consecuencias de su modo de obrar, para avivar su memoria, para anunciarle lo que está por venir, para explicarle acontecimientos del pasado, etc…
Los verdaderos profetas y sus profecías están iluminados por Dios, y en esta luz pronuncian sus palabras. No se trata de cosas que ellos mismos han ideado o que llevan en su corazón; sino que las han recibido de Dios por medio de alocuciones interiores o visiones. ¡Ellos son la voz de Dios para su Pueblo!
En muchas ocasiones, los profetas tuvieron que asumir una posición difícil, puesto que las profecías no siempre son tan optimistas y esperanzadoras como la que nos presenta la lectura de hoy.
El profeta habla usando el ‘Yo’ de Dios; él es Su voz. Pero el profeta no es, de ningún modo, un ‘médium’, como se los conoce en el contexto esotérico y ocultista. No es, entonces, un canal a quien Dios utiliza como títere para sus fines; sino que él permanece plenamente presente con toda su persona. Por eso no necesita de un trance o de un éxtasis (aunque este último también pueda darse); no tiene que hacer danzas mágicas ni conjuros; no le hace falta consumir drogas… ¡Nada de eso! El profeta es un enviado de Dios, que habla por encargo Suyo y que, en ocasiones, realiza también actos simbólicos para dar una enseñanza concreta al pueblo (cf. p.ej. Jer 18,1-11).
Por lo general, las profecías tampoco se cumplen en un marco de tiempo preestablecido. Por ejemplo, la profecía acerca de la Segunda Venida de Cristo no determina el momento preciso en que ésta sucederá. Jesús enumera señales y circunstancias que nos pueden dar una pauta; pero el día y la hora sólo las conoce el Padre del cielo (cf. Mt 24,36). No pocos han tratado de sacar conclusiones a partir de las profecías acerca del tiempo que se atraviesa; algunos incluso han calculado fechas para el Retorno del Señor (como es el caso de los adventistas); sin embargo, frecuentemente se han equivocado.
Quizá podamos comprender mejor este aspecto si recordamos la historia de Jonás. Dios había anunciado a través de él que la ciudad de Nínive sería destruida (Jon 3,4). Sin embargo, los habitantes hicieron penitencia, de manera que Dios no llevó a cabo el castigo anunciado (v. 10).
Aquí vemos algo del carácter de las profecías. Su cumplimiento va de la mano con el actuar de los hombres. Dios nunca quiere la desgracia para el hombre; Él no quiere castigar. Lo que quiere es que el hombre ande por Sus caminos. A través de los profetas, Él muestra lo que sucede cuando el hombre le obedece; pero también advierte de lo que acontecerá si hace lo contrario. Entonces, depende de la reacción del hombre.
También nosotros podemos prever sucesos en este sentido. Por ejemplo, si vemos que alguien anda por malos pasos y no cambia, podemos prever lo que le ocurrirá, a menos que cambie de vida. Incluso podemos decirle a esa persona: “Si sigues así, terminarás mal…” Lo que en el fondo estaríamos tratando de decirle es: “¡Cambia tu vida!”
Volvamos ahora a la profecía de la lectura de hoy. Dios anuncia un tiempo maravilloso: un tiempo que todos nosotros quisiéramos vivir y que corresponde al anhelo más profundo del corazón humano. ¡Este tiempo ciertamente llegará, una vez que los hombres anden por el camino de Dios y lo escuchen! En muchas profecías se encuentran promesas acerca de estos gloriosos tiempos. Sin embargo, no está en nuestras posibilidades saber cuándo vendrán.
¿Se trata de un tiempo paradisíaco, que llegará cuando la tierra haya sido purificada? Existe la idea del así llamado “milenio” –los “mil años” (cf. Ap 20,3)–, un tiempo en el cual Cristo reinaría en la Tierra y se viviría en un estado tal.
Sencillamente no podemos saberlo. Tal vez se lo entenderá recién cuando se haya llegado a aquellos tiempos.
Pero de esta consoladora profecía podemos quedarnos con la certeza de que Dios tiene preparado un buen final para el hombre, y que Él hace todo cuanto está en Sus manos para conducirlo hasta allá. Nos queda la esperanza de que los hombres no se cierren al actuar de Su gracia, y que muchos despierten de su confusión.