V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi (Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos)
R. Quia per Crucem tuam redemisti mundum (Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo).
El sufrimiento del Señor se agudiza. Ya ha recorrido el camino que lo condujo al Calvario, acompañado de burlas y escarnios, pero también de la compasión y el consuelo que experimentó en el encuentro con su Madre, con la Verónica y con las mujeres de Jerusalén.
Sin embargo, sus verdugos no sienten compasión alguna y ejecutan su encargo con crueldad. Ahora clavan a Jesús en la cruz, como a un cordero llevado al degüello (cf. Is 53,7). Indefenso, le atraviesan los clavos. El dolor aumenta cada vez más.
Pero permanece firme su «sí» a la voluntad del Padre, que había pronunciado decididamente en Getsemaní y que profundizaba en la aceptación de cada nuevo sufrimiento.
Los verdugos hacen con Él lo que les place… ¡y Jesús lo permite! ¡Es a Dios mismo a quien se inflige todo este dolor! El Padre sufre en el Hijo.
«Me taladran las manos y los pies, puedo contar todos mis huesos. Ellos me miran triunfantes» (Sal 21,17b-18).
Sin embargo, en última instancia no son los verdugos quienes tienen las riendas en sus manos, pues el Padre sabe incluir en su plan de salvación el mal que permite. El Maligno sigue siendo el embaucador que, engañando a otros, se engaña a sí mismo.
El Padre, en cambio, acepta la humillación de su Hijo para restaurar al hombre caído y volverlo a levantar. Y Jesús, desde la cruz, eleva su mirada al Padre.
Oración: “Señor, concédenos clemente la salvación y la paz, para que tu Iglesia, tras haber superado todos los obstáculos y errores, te sirva en plena libertad, por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.”
Padre Nuestro, Ave María y Gloria