“Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza: póstrate ante él, que él es tu señor” (Sal 44,11-12).
¡He aquí el llamado del Rey Celestial a darle nuestro amor indiviso! Estos versos expresan el anhelo del Padre por el alma del hombre, a la que quiere convertir en una reina en su Reino de amor, si tan sólo ella inclina el oído, escucha su llamado y deja todo atrás para seguir al Señor. Entonces, el alma recibe su más noble dignidad de manos del Padre Celestial, quien la adorna espléndidamente y la reviste con un vestido “de perlas y brocado” (cf. Sal 44,14-15).
No es difícil poner estos maravillosos versos en boca de Espíritu Santo, quien nos mueve a seguir nuestra vocación celestial y quiere adornar nuestra alma con las virtudes y los frutos del Espíritu. ¡Qué magnífico vestido recibirá entonces el alma; un vestido lavado en la sangre del Cordero y entretejido con perlas y brocado! ¡Cuánto se deleitará el Padre y Rey Celestial en un alma así y se unirá a ella!
Al escuchar estos versos, tampoco resulta difícil pensar en la beatísima Virgen María. ¿No siguió Ella perfectamente el llamado del Rey Celestial? ¿No inclinó su oído? ¿No fue adornada de gloria y honor, convirtiéndose en Hija de Dios Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo? ¡Sin duda que sí!
Que Ella nos ayude a postrarnos como Ella ante nuestro nobilísimo Padre y Señor, y a servirle sin reservas.