Gal 1,13-24
Seguramente habéis oído hablar de mi conducta anterior en el judaísmo, cuán encarnizadamente perseguía a la iglesia de Dios para destruirla, y cómo superaba en el judaísmo a muchos compatriotas de mi generación, aventajándoles en el celo por las tradiciones de mis antepasados. Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que lo anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo a hombre alguno, ni subir a Jerusalén donde los apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde volví a Damasco.
Al cabo de tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas; y permanecí quince días en su compañía. Y no vi a ningún otro de los apóstoles, sino a Santiago, el hermano del Señor. Y Dios es testigo de que esto que os escribo no es mentira. Más tarde me fui a las regiones de Siria y Cilicia. Las iglesias de Cristo en Judea no me conocían personalmente; solamente habían oído decir: “El que antes nos perseguía ahora anuncia la buena nueva de la fe que entonces quería destruir.” Y alababan a Dios por mi causa.
Como escuchamos en el texto de hoy, puede haber también un falso celo, que está enceguecido. Pablo era un hombre muy piadoso, y –según él mismo testifica– superaba a muchos compatriotas suyos, teniendo un gran celo por las tradiciones de sus antepasados.
Pero, con este mismo celo, rechazaba a la Iglesia naciente, a la que consideraba como un peligro para su fe y a la que persiguió encarnizadamente.
Vemos, entonces, que el celo no es en sí mismo una garantía de que aquello que se haga sea lo correcto y lo que verdaderamente procede de Dios. Por tanto, es necesario examinar cuidadosamente, en el discernimiento de los espíritus, cuál es la motivación de nuestro celo, pues éste puede mezclarse con ambición y estar impulsado por el deseo de gloria, por la avaricia, por el hambre de poder, etc.; de manera que sus efectos son destructivos.
Pero el celo puede ser también un potente impulso para hacer el bien. Tenemos, por ejemplo, el celo de ayudar a otras personas; el celo de anunciar el evangelio; el celo de practicar las virtudes, de cumplir con sus obligaciones; de reparar por algo que se haya hecho mal…
Hay algunos elementos que podrían señalarnos si se trata de un celo bueno; o si, por el contrario, está demasiado movido por intereses personales. Lo mejor fuera que uno mismo, con la ayuda de Dios, pudiese conocerse a sí mismo de tal forma que perciba por sí sólo si su celo es puro. Esto cuenta especialmente para el ámbito religioso. Pero, puesto que muchas veces no nos conocemos tan bien a nosotros mismos, valgan los siguientes criterios:
El verdadero celo no debería nunca llevar a un endurecimiento interior; que ya no sea flexible y se torne rígido. El celo no puede volverse ciego, no haciendo caso a todo aquello que pudiese refrenarlo o, mejor dicho, ordenarlo; y pasando por alto las personas y la situación en que se encuentran.
Por el contrario, podemos decir que un celo bueno e iluminado es capaz de reconocer los límites, se mantiene flexible, no juzga y es atrayente; mientras que el celo oscuro parece ser repulsivo y falto de misericordia…
Otro aspecto que vale la pena considerar sobre el texto de hoy, es que San Pablo, después de haber conocido al Hijo de Dios, no consultó ni buscó consejo en primera instancia con algún hombre. Sólo después de un buen tiempo fue a Jerusalén, para encontrarse con los otros apóstoles.
Nosotros, en nuestro camino de seguimiento, también estamos llamados a buscar consejo donde el Señor mismo. No cabe duda de que conviene tener un buen guía o consejero espiritual. Pero son tan pocos, de manera que nuestro camino interior nos exige una profunda relación con Dios; eso sí, permaneciendo en el marco de la Sagrada Escritura y la doctrina de la Iglesia, como barreras que no podemos traspasar. Dios no nos ha abandonado; sino que nos ha enviado al Espíritu Santo. ¡Él es nuestro consejero, cuando cultivamos una íntima relación con Él! Sólo tenemos que aprender a preguntarle concretamente, no permitiendo que nuestro pensar se base simplemente en nuestra capacidad natural. Siempre es necesario volvernos al Señor, porque muchas veces nuestro entendimiento no comprende la perspectiva sobrenatural de Dios; sino que permanece atrapado en sus propias reflexiones.
¡La relación cercana con el Espíritu Santo no está, de ningún modo, reservada para algunas almas especiales; sino que es el estándar de toda vida interior! ¿Por qué Dios habría de privarnos de conocer Su Voluntad, si se lo pedimos insistentemente? ¿Por qué Él habría de dejarnos en la ignorancia en cuestiones importantes? ¡Y en caso de que así lo hiciera, nos daría la fuerza para perseverar!
Por supuesto que hay que cuidarse de no confundir los propios pensamientos y sentimientos con el Espíritu de Dios, y para ello hay que ser un tanto auto-críticos. Pero el Espíritu Santo mismo nos enseñará qué es lo que procede de Él y qué no.
Entonces, dirijámonos al Espíritu Santo, quien es nuestro fiable consejero.