Rom 6,19-23
Hablo en términos humanos, en atención a vuestra flaqueza natural. Pues, del mismo modo que ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y a la maldad, para obrar mal, ofrecedlos ahora a la justicia, para una vida de santidad. Verdad es que, cuando erais esclavos del pecado, erais libres en lo referente a la justicia. ¿Pero qué frutos cosechasteis entonces de todo aquello que ahora ya os avergüenza, y cuyo fin es la muerte? Pero ahora, libres ya del pecado y esclavos de Dios, dais frutos de santidad, cuyo fin es la vida eterna. El salario del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna, unidos a Cristo Jesús, Señor nuestro.
Ya ayer habíamos meditado acerca de la resistencia que hemos de ofrecer al pecado, para servir en su lugar a la justicia. Al final habíamos hablado de un “cambio de mando” que debe darse en nosotros, para que se produzca un giro total en la dirección de nuestra vida. Partiendo de la lectura de hoy, podemos retomar estas reflexiones: “Del mismo modo que ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y a la maldad, para obrar mal, ofrecedlos ahora a la justicia, para una vida de santidad.”
Esta indicación del Apóstol puede convertirse en una gran motivación, al tener presente cómo era nuestra vida sin Dios, tanto para los que realmente no lo conocían, como también para aquellos que, aun conociéndolo en teoría, llevaban una vida cristiana más o menos tibia.
Podemos descubrir este fervor en San Pablo mismo. Antes de haberse encontrado con el Señor, era un fervoroso fariseo, pero ciego. Y esta ceguera lo llevó a perseguir a los cristianos. Cuando el Señor se le apareció y él lo siguió conmovido, se convirtió en el gran Apóstol. Ciertamente Pablo sabía que el Señor le había perdonado su culpa, y su corazón le pertenecía indivisamente a Jesús. Pero pienso que el recuerdo de lo que había hecho en otro tiempo permanecía en él como una espina, que le ayudaba a esforzarse tanto más por el anuncio del Señor. Así como su celo ciego lo había impulsado a ofrecer sus miembros al servicio de la injusticia, así ahora es su “celo iluminado” el que lo mueve a ofrecerlos al servicio de la justicia y a proclamar incansablemente el Reino de Dios.
Después de que una persona vive una verdadera conversión, Dios, en su Sabiduría, puede valerse de los pecados y errores anteriores convirtiéndolos en un fuego de amor devorador, que la impulsa a corresponder enteramente al amor de Dios y a reparar, en la medida de lo posible, el mal causado en el pasado; a recuperar lo que ha desaprovechado y a poner todo de su parte para cooperar con la gracia de Dios.
¡Éste es un mensaje que da mucho consuelo! ¡Existe la posibilidad de convertirse seriamente, de volverse por completo a Dios, sin dejarse aplastar por la propia debilidad o por las caídas, sino dejándose levantar una y otra vez por el Señor! Cuando sucumbimos a la resignación, esto es más bien obra del Diablo o de nuestra propia alma… En realidad, bastaría recordar a Dios como nuestro amoroso Padre, que está siempre dispuesto a levantar a su hijo en cuanto éste se arrepiente.
Llegados a este punto, se puede ir incluso un paso más allá… Ya no se tratará solamente de recuperar lo desaprovechado; sino de acumular aceite para las lámparas, de modo que siempre se tenga suficiente de reserva. El camino de seguimiento de Cristo no sólo implica el rechazo del Mal, ya sea que venga del Diablo mismo, del mundo o de nuestra propia carne. ¡También podemos ganar ventaja! Cada día nos presenta la oportunidad de atesorar tesoros para el cielo. ¡Cuánto habrán atesorado los santos, que hicieron mucho más de lo estrictamente necesario para permanecer en el camino recto!
No es tan difícil…
Es una cuestión de amor y de responsabilidad, porque, al fin y al cabo, lo que está en juego no es sólo nuestra propia vida. Los pequeños actos de amor del día a día y las negaciones de sí mismo permiten que la llama del amor arda y crezca en nosotros. Los actos de confianza en Dios le dan más espacio a Él en nuestra vida, y así lo obedeceremos más y nos dejaremos guiar por Él. De este modo, la vida espiritual se vuelve más fácil y el amor le da alas.
Y una última cosa: La situación actual de la Iglesia es motivo de gran preocupación. Quizá podamos intensificar nuestras oraciones y esfuerzos en el camino de la santificación, ofreciéndoselo todo al Señor con la petición de que cuanto antes ponga fin a la confusión actual…