«Dios no se hace más grande cuando le adoras. Pero tú te haces más grande y más feliz cuando le sirves» (San Agustín).
Dios posee la plenitud en sí mismo. Nada puede aumentar ni disminuir su majestad. Su amor por nosotros es completamente puro y desinteresado.
Nuestro Padre llama a los hombres a vivir en comunión con Él para que puedan recibir y asimilar todo su amor. Es este amor el que nos despierta a nuestra verdadera condición humana y nos convierte en lo que el designio divino quiso que fuéramos.
Abrirnos a este amor y servirle es el sentido de nuestra existencia. Cada día que lo hacemos, nos volvemos más grandes, pues participamos de la grandeza de Dios. Fue San Agustín quien nos transmitió de forma tan convincente la diferencia entre la soberbia y la humildad. La soberbia empequeñece al hombre, porque se eleva a sí mismo cuando, en realidad, es solo una criatura. La humildad, en cambio, enaltece a la persona, pues se somete a Dios y, por tanto, al Altísimo.
Cuando adoramos a Dios, alabamos su grandeza y le entregamos nuestro amor; entonces, la vida divina, que es perfecta en sí misma, puede impregnarnos cada vez más. Esa es nuestra mayor dicha. En efecto, nuestro Padre nos creó para la felicidad eterna, que ya podemos anticipar en la tierra. Nuestra verdadera dicha es Dios mismo y la unificación con Él. A partir de ahí surgen todas las demás expresiones de la felicidad, respetando siempre un orden jerárquico.
Servir a Dios se convierte en nuestra gran alegría y en la verdadera realización de nuestra vida. Cuanto más nos atrae el Señor hacia sí mismo, más conocemos su grandeza y su amor, que se abaja hasta nosotros para elevarnos y hacernos felices. ¡Así es nuestro Padre!