1Jn 5,1-5 (Lectura correspondiente a la memoria de San Luis Gonzaga)
Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser amará también al que ha nacido de él. En esto podemos conocer que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues el amor a Dios consiste en guardar sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que nace de Dios vence al mundo. Y la fuerza que vence al mundo es nuestra fe.
Hoy, en el día en que se conmemora a San Luis Gonzaga, nos encontramos con un hombre que ya a una edad muy temprana había “vencido al mundo”.
Luis procedía de una familia noble y con tan solo diez años le prometió a la Virgen María “castidad eterna”. Más adelante, tuvo que enfrentarse a su padre para entrar en la Orden de los Jesuitas. Allí, Luis estudió teología y se dedicó intensamente a atender a los enfermos. Cuando brotó una epidemia de peste, cuidó de los enfermos sin preocuparse de sí mismo. Después de tres meses de sufrimiento, él mismo murió de esta enfermedad.
El santo dejó como legado muchas cartas, que sirvieron de ejemplo especialmente para la juventud. En estos escritos, así como también en sus obras de amor al prójimo, se manifiesta aquella fe que vence al mundo.
A continuación, meditaremos algunas frases de San Luis Gonzaga, que son excelentes pistas para un serio seguimiento de Cristo, y nos indican cómo también nosotros podemos “vencer al mundo” en la fe.
“Es un asunto muy peligroso dejarse llevar por un apego especial a una creatura o cosa creada.”
Aquí el santo nos recuerda que debemos aprender a permanecer libres ante las creaturas. El peligro que San Luis ve en este apego consiste en que nuestro corazón ya no queda indivisamente unido a Dios. En consecuencia, nuestra capacidad de amar disminuye. En el peor de los casos, cuando las creaturas ocupan el lugar de Dios, pueden incluso convertirse en una especie de “ídolos” para nosotros. Hace parte de la “victoria sobre el mundo” el trato libre y guiado por Dios con todo lo creado, tanto con las personas como con las cosas.
“La fuerza del cristiano brota del santo temor de Dios, pues quien teme a Dios no necesita temer nada más.”
Ésta es una referencia muy buena al don de temor de Dios. En efecto, éste nos mueve a no querer ofender de ninguna manera a Dios, porque lo amamos y le tememos en el sentido de la santa reverencia. San Luis nos deja en claro que con el don de temor podemos vencer al mundo, pues ya no tememos al mundo ni lo que hay en él. Recordemos lo que dijo Jesús: “En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo.” (Jn 16,33). Entonces, cuanto más se active en nosotros este don del Espíritu Santo, tanto más podremos superar en el Señor las diversas amenazas y seducciones que proceden del mundo.
“Se alcanza toda la perfección del Evangelio a través de la fervorosa práctica de la oración, y nunca llegará a ser perfecto quien no sea un hombre de oración.”
He aquí un consejo esencial para nunca descuidar la oración. A través de la auténtica oración, Dios puede ejercer cada vez más su influencia en nosotros y habitar más profundamente en nuestro corazón. Hay vocaciones que se dedican especialmente a la oración; mientras que otras tienen también otras tareas además de la oración. Pero para todo el que quiera vivir seriamente el Evangelio, es esencial no descuidar la oración. Sería una ilusión creer que, siendo activos, no estaríamos tan necesitados de la bendición de la oración, o que esta actividad podría sustituir a la oración. San Luis, un hombre de oración y del servicio a los enfermos, estaba bien consciente de ello y nos exhorta a cultivar fervorosamente la oración.
“El que omite ayudar al alma de su prójimo, no sabe amar a Dios, porque no busca aumentar su gloria.”
Nos quedamos con este último consejo de San Luis, que nos llama a preocuparnos por el alma de nuestro prójimo. No hay nada que sea más importante para el hombre que vivir conforme a la Voluntad de Dios.
Si nos esforzamos por aumentar la gloria de Dios, también estamos venciendo indirectamente al mundo, pues el mundo aprisiona y ata el alma del hombre. Cada paso que apoyemos hacia el desprendimiento del mundo, cada verdadero consuelo que brindemos, cada ayuda que ofrezcamos para la sanación y santificación de un alma, glorifica a Dios y a su amor. Sabemos que la conversión de un pecador causa alegría en el cielo (cf. Lc 15,7), y todo el que emprenda el camino del Señor o profundice en él, aumentará la gloria de Dios. ¡Y nosotros podremos participar del fruto!