Evangelio de San Juan (1,44-51): «Ven y verás»

Jn 1,44-51

Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y de Pedro. Felipe encontró a Natanael y le dijo: “Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas: Jesús de Nazaret, el hijo de José”. Entonces le dijo Natanael: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” “Ven y verás” -le respondió Felipe. Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él: “Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay engaño”. Le contestó Natanael: “¿De qué me conoces?” Respondió Jesús y le dijo: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi”. Respondió Natanael: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”. 

Contestó Jesús: “¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás”. Y añadió: “En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.”

“¿De Nazaret puede salir algo bueno?” –ésta fue la escéptica pregunta de Natanael cuando Felipe, a quien el Señor ya había llamado para que le siguiera, le habló de Jesús, el hijo de José. Evidentemente Nazaret no tenía buena reputación para Natanael. Sin embargo, lo que salió de Nazaret no sólo fue algo bueno, sino el Hijo del Bueno, el Hijo de Dios, como Natanael lo confesará después.

En el pasaje de hoy, escuchamos nuevamente la afirmación: “Ven y verás”. En este caso, es Felipe quien se lo dice a Natanael. Él vio y creyó: “Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.”

“Ven y verás”… He aquí una palabra clave para encontrarse con Jesús. Todo el que sale en busca de Dios, todo el que sigue ese impulso interior e indaga sobre el sentido más profundo de la existencia, tarde o temprano se encontrará con Jesús. Ojalá en su búsqueda se encuentre también con un Felipe, con alguien que ya ha reconocido al Señor, que dé testimonio de Él y lo conduzca a Él. Tal vez el buscador sea escéptico como Natanael y le resulte difícil creer que hoy en día podría encontrarse con Jesús a través de la Iglesia. “Ven y verás” –debería ser la respuesta para él, y convendría que conozca personas en las que el Señor se hace presente y a través de las cuales Él actúa. Si se trata de un “verdadero israelita en quien no hay engaño” –como era el caso de Natanael– entonces Jesús mismo lo convencerá. Posiblemente le dé respuestas a aquellas preguntas que desde hace tiempo alberga en su interior y le hará entender que hacía mucho ha estado mirándolo y buscándolo. Si su corazón no está cerrado, Jesús podrá entrar en él y su luz atestiguará quién es Él: “En tu luz vemos la luz” (Sal 36,9).

Lo que sí podemos cuestionarnos con sentido crítico es si actualmente estamos permitiendo que el Señor se haga presente en nuestra vida y en la vida de la Iglesia de tal manera que al buscador le resulte fácil encontrarlo, o si incluso nos convertimos en obstáculos a causa de la falta de fe y la negligencia a la hora de ponerla en práctica.

Con dolor recuerdo, por ejemplo, que hubo judíos que, por gracia de Dios, habían reconocido a Jesús como el Hijo de Dios y Rey de Israel, y luego se les pusieron obstáculos para poder entrar en la Iglesia Católica. Y es que se encontraron con sacerdotes que tenían aquella concepción de que los judíos tienen su propio camino con Dios, como si el Padre Celestial no hubiera enviado a su Hijo en primer lugar “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15,24) para redimirlas.

Pero fijémonos más bien en los discípulos que acaban de ser llamados por Jesús: Andrés, Simón Pedro, Felipe y Natanael, aquel “verdadero israelita en quien no hay engaño”. ¡Difícilmente podría haber un mayor elogio de Jesús para Natanael! Sin duda, es así como nuestro Padre Celestial quiso encontrar a los hijos de su pueblo escogido. A sus discípulos les dio la potestad de convertirse en hijos de Dios (Jn 1,12), porque respondieron con todo el corazón al llamado de Dios. Ellos son ejemplos luminosos para todos los tiempos y representantes del remanente fiel de Israel, de la Jerusalén santa. En ellos se cumplió el plan de Dios. Fueron ellos quienes posteriormente partieron a todos los pueblos para anunciar que el Salvador y Redentor de la humanidad vino para reconciliar con Dios a judíos y gentiles en un solo cuerpo, por medio de la cruz (Ef 2,16).

Nosotros hemos escuchado su testimonio y por gracia de Dios, hemos llegado a la misma convicción que Natanael expresa con tanta claridad en el pasaje de hoy: “Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.

También a nosotros, que hemos recibido la misma luz que los primeros discípulos, se nos han abierto los cielos, de modo que podemos contemplar cómo la Iglesia Celestial se une a la militante, y los ángeles, al servicio de su Rey, suben y bajan para glorificar llenos de fervor a nuestro Padre Celestial. Ellos nos ayudan en el camino hacia la eternidad y nos asisten para cumplir la misión que Dios nos ha encomendado.

Pero los primeros discípulos y apóstoles no sólo son modelos a imitar, sino que son hermanos y amigos a quienes podemos acudir con confianza, pidiéndoles que ese fuego del Espíritu Santo que ardía tan intensamente en ellos nunca se extinga en nosotros, de modo que Jesús pueda decir también de nosotros: “Este es un verdadero discípulo, en quien no hay engaño.”

Y entonces podremos convertirnos en testigos suyos como lo fueron los discípulos, repitiendo las mismas palabras que Felipe dijo a Natanael: “Ven y verás.”

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