“Si vivís en mi amor, a través de mi Espíritu Santo yo os daré todo, y ésa será vuestra radiante luz” (Palabra interior).
Al vivir en el amor de nuestro Padre, nuestra vida se vuelve radiante y clara. Cuanto más permitamos que el Espíritu Santo penetre en nosotros, tanto más podrá desplegarse en nosotros la imagen de Dios, según la cual Él nos creó.
Es como si nos redescubriéramos a la luz del Espíritu Santo, cuando empezamos a deshacernos de todas las imágenes que nos hemos hecho de nosotros mismos y de todos los ideales falsos o imperfectos que hemos adoptado del mundo y que hemos aspirado. Sólo entonces llegaremos a ser lo que en realidad somos y a descubrir nuestra identidad en el verdadero sentido. Gracias a la obra del Espíritu Santo, adquirimos una nueva “naturalidad espiritual”. A través de los procesos de purificación, aprendemos a no dejarnos dominar por las inclinaciones de nuestra naturaleza caída, sino por el Espíritu del Señor. La gracia del santo Bautismo –el nuevo nacimiento del agua y del Espíritu– configura nuestra existencia para la eternidad.
¡Qué maravillosa e inestimable es la obra del Espíritu Santo, que glorifica al Hijo (Jn 16,14) y nos muestra siempre el camino hacia nuestro Padre, hacia un amor más grande! Esta luz radiante ilumina nuestro entendimiento, fortalece nuestra voluntad, nos impulsa a hacer el bien y ahuyenta la oscuridad.
Nuestro Padre se complace en concedernos sus dones y nos hace comprender más profundamente su belleza y su bondad a través del Espíritu Santo. Él, nuestro Amigo Divino (https://www.youtube.com/watch?v=oRqrLQdb1sg&t=3s), está siempre empeñado en glorificar al Padre Celestial y en servirnos a nosotros, los hombres, de manera que también a través de nuestras vidas sea glorificada la amorosa Majestad de Dios.
Así, a la luz del Espíritu Santo nuestra vida se transforma en una incesante alabanza a Dios, que nos impele a dar a conocer a todos los hombres este amor divino que ha entrado en nuestro corazón.