«¿Quién advierte sus propios errores? Límpiame, Señor, de las faltas ocultas» (Sal 19,13).
No siempre somos conscientes de todas las faltas que aún llevamos dentro. Nuestro autoconocimiento no llega a las últimas profundidades, por lo que es posible que aún haya contenidos en nuestro inconsciente que, una vez que los percibamos, tendremos que rechazar y llevar ante el Señor para que nos purifique.
Aunque no se trate de culpas (pues no hemos dado nuestro deliberado consentimiento a las actitudes inconscientes), éstas suponen un obstáculo para nuestro testimonio cristiano y pueden ser una carga para las personas que nos rodean.
Consideremos, pues, el verso del salmo como una invitación de nuestro Padre para que le abramos nuestras profundidades inconscientes, pidiéndole que nos libere de todo aquello que pueda empañar nuestro testimonio cristiano. Con nuestro libre albedrío, hemos de rechazar todo lo que aún pueda haber de malo en nosotros; es decir, le declaramos a nuestro Padre que no queremos nada que sea contrario a su amor, por muy oculto que esté en nuestro interior.
En la Secuencia de Pentecostés, invocamos al Espíritu Santo implorándole: “Entra hasta el fondo del alma, divina luz.” Podemos aplicar concretamente esta súplica y pedirle al Espíritu Santo que impregne todo en nosotros con su luz.
Es un regalo del inconmensurable amor de nuestro Padre que purifique a profundidad nuestra alma. Él llevará a cabo esta obra si nos confiamos enteramente a Él y nos ayudará a dar todos los pasos necesarios. De algunas cosas puede que nos libere sin más, de otras cosas nos hará cobrar consciencia para que las llevemos persistentemente a su Hijo en la Cruz.
Es un proceso muy sutil. Cuanto más nos liberemos de las malas actitudes y los bloqueos interiores, tanto más receptivos nos volveremos para la presencia del Señor en lo más profundo de nuestro ser. Eso no será solo para nuestro propio bien, sino también para beneficio de nuestro prójimo.