“Vosotros, mis santos, afrontasteis la lucha en el mundo; pero Yo os daré la recompensa por vuestras fatigas” (Antífona para la memoria de los santos Odón, Mayolo, Odilo y Hugo, Diurnal Monástico).
La batalla es ineludible, y si la libramos de forma correcta nos espera una gran recompensa, como sólo Dios puede darla.
También en el Mensaje a la Madre Eugenia, Dios Padre habla de la recompensa que obtendremos si cumplimos su deseo:
“Y a vosotros, que trabajáis para mi gloria y tratáis de hacerme conocer, honrar y amar, os aseguro que vuestra recompensa será grande, porque yo tendré en cuenta todo, hasta el más mínimo esfuerzo que hagáis, y os recompensaré todo al ciento por uno en la eternidad.”
También esto representa una batalla, porque siguen cumpliéndose las palabras del Prólogo de San Juan: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Jn 1,5).
Siempre es tiempo de batalla, con el objetivo de que el amor de Dios acabe venciendo todas las tinieblas: una lucha en el interior de nuestra alma, una lucha contra los poderes de la oscuridad, una lucha contra la seducción de este mundo, una lucha por refrenar nuestras apetencias sensuales, una lucha por la evangelización, por la perseverancia en la oración, por el cumplimiento de nuestras obligaciones diarias.
Pero hay indicios de que la batalla se está volviendo cada vez más encarnizada. Se dirige contra la impiedad, la apostasía y el olvido de Dios que vemos en muchas partes de este mundo y que no pocas veces va de la mano con la rebelión contra la fe cristiana.
En su Mensaje, Dios Padre contrarresta este alejamiento con una “ofensiva de amor”. Los mártires nos recuerdan hasta qué punto se puede llegar a amar a nuestro Padre, aun más allá de nuestra propia vida. Se nos pide una entrega completa. Y la gran recompensa que nos espera es la íntima comunión con Dios en la eternidad. ¡No hay nada más certero y gozoso!