Lc 6,43-49
En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: “No hay árbol bueno que dé fruto malo; y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno saca lo bueno del buen tesoro del corazón, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca.
“¿Por qué me decís ‘Señor, Señor’ y no hacéis lo que os digo? Voy a explicaros a quién se parece todo el que viene a mí, escucha mis palabras y las pone en práctica. Se parece a un hombre que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre roca. Al sobrevenir una inundación, rompió el torrente contra aquella casa, pero no pudo destruirla por estar bien edificada. El que oye y no pone en práctica, se parece a un hombre que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos, contra la que rompió el torrente: la casa se desplomó al instante y su ruina fue estrepitosa.”
El evangelio de hoy nos da un criterio seguro para discernir si, por ejemplo, una obra es buena desde la perspectiva de Dios. No pocas veces sucede que algo se presenta grandioso y bueno, pero luego resulta ser un error o incluso un mal. Pensemos en ciertos sistemas políticos o ideológicos. Éstos suelen prometer mejores condiciones y facilidades para la vida humana, pero resultan siendo mórbidas. Así mismo puede sucedernos con personas concretas. Ponemos en ellas nuestras expectativas, nos dejamos fascinar por ellas o incluso las idealizamos. Pueden entonces surgir grandes decepciones, que nos quitan toda ilusión.
Es bueno que seamos medidos no sólo por nuestras palabras y promesas, sino también por su concretización. Hoy la Sagrada Escritura nos lo dice con toda claridad… La Palabra de Dios ha de penetrar en nosotros. Si esto no sucede, no nos transformará, sino que se quedará únicamente como un vago recuerdo. Así, no puede convertirse en una fuente viva, que nos lleva a actuar correctamente y que transforma nuestro corazón.
Una y otra vez, debemos cobrar consciencia de que, por nosotros mismos, no tenemos un corazón bueno. Las ilusiones sobre nosotros mismos o sobre otras personas nos engañan. La doctrina de la Iglesia, basándose en la Escritura, nos deja en claro que, a causa del pecado original, estamos inclinados al mal (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 403). Sin embargo, por la gracia de Dios, podemos participar en Su bondad. Su Espíritu nos fortalece para hacer el bien y, si cooperamos con Él, podremos vencer nuestras inclinaciones al mal y adquirir las virtudes. Así, nuestro corazón puede convertirse en un “buen corazón”. La Sagrada Escritura nos dice, por una parte: “Haceos un corazón nuevo” (Ez 18,31); y, por otra parte: “Yo –el Señor– os daré un corazón nuevo” (36,26).
Este proceso realista tiene en cuenta nuestras debilidades, limitaciones y oscuridades. Pero todo ello no debe desanimarnos; sino que nos invita a buscar sinceramente a Dios, para que Su bondad llene nuestro corazón y permanezca en él.
Jesús nos muestra un camino regio para que esto suceda: la obediencia a Su Palabra y su aplicación concreta.
Tal vez podamos imaginarnos que este proceso se da de la siguiente manera: Jesús nos habla y nos transmite lo que quiere de nosotros. Al mismo tiempo que nos pide algo, nos da también la gracia para acogerlo y ponerlo en práctica. Esta gracia se dirige a nuestra voluntad; es decir, a nuestra libertad, para que demos nuestro consentimiento a lo que el Señor quiere. Y si no nos dejamos confundir en lo que transcurre entre la escucha y su aplicación concreta, ni nos dejamos llevar por otras inclinaciones, entonces la Palabra se convierte en una realidad cumplida. Así, penetra en la realidad de la vida y la modela conforme a la Voluntad de Dios.
Cada vez que esto sucede, la realidad terrenal queda tocada por la Palabra divina a través de nosotros, y así se transforma la situación dada conforme al designio de Dios. Lo mismo sucede con nuestra persona, porque cada vez que aplicamos concretamente la Palabra de Dios, ésta nos transforma. El Espíritu del Señor se convierte en el criterio de nuestras acciones. Él nos ilumina y nuestro corazón se va transformando.
Al cumplir conscientemente la Voluntad de Dios, el corazón se desprende de su apego a sí mismo, y se acerca a Aquél que lo atrae hacia Sí mismo. Puesto que Dios es la fuente de todo bien y del amor, sin que quepa en Él sombra alguna, este amor Suyo penetra en nuestro corazón y lo purifica. Entonces, de la boca brotará cada vez más la alabanza de Dios, porque el corazón queda lleno de Él.
¡Así edificamos una casa indestructible!