“Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa” (Sal 83,11).
¡Qué anhelo tan profundo se expresa en este verso! Es la voz de un alma que ha despertado al amor de Dios y ha llegado a comprender lo que significa encontrarse con el Padre Celestial, y cómo cada segundo en su presencia es incomparable a todo lo que existe en la tierra.
Nos recuerda también a las palabras de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su propia alma?” (Mt 16,26), o a aquellas otras: “El que pierda su vida por mí, la encontrará” (v. 16,25b).
Es el espíritu de ciencia que ha infundido esta certeza en el alma, pues la gloria de Dios nos permite percibir que es necedad apegarse a las cosas de este mundo en lugar de anclar el corazón en el Señor. ¡Cuán breve es el tiempo de nuestra vida! ¿Cuántos de sus días hemos vivido realmente en la presencia de Dios y cuántos otros hemos desperdiciado?
Más adelante el salmista exclama: “Prefiero el umbral de la casa de Dios a vivir con los malvados.”
¿Podemos también nosotros decir de corazón que preferimos realizar el servicio más humilde en el Reino de Dios que gozar del mayor honor y prestigio en el mundo?
Jesús mismo nos lo enseñó, como está escrito en la Carta a los Filipenses: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se anonadó a sí mismo y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Fil 2,6).
Y nuestro Padre no sólo nos permite entrar en los atrios de su templo y permanecer en el umbral de su casa. ¡Él nos ha abierto las puertas de su Corazón! Vivir un solo día en su Corazón es más valioso que lo que el mundo puede ofrecernos en todos los tiempos. Si entendemos esto, sabremos dónde está nuestro verdadero hogar.