1Cor 10,31–11,1
Tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. No seáis escándalo para los judíos, ni para los griegos, ni para la Iglesia de Dios, como también yo agrado a todos en todo, sin buscar mi conveniencia sino la de todos los demás, para que se salven. Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo.
¡Sólo pocas palabras; pero todo un proyecto de vida espiritual! De hecho, así es la Palabra de Dios: una sola palabra Suya puede alcanzar para transformar toda una vida. A veces podemos constatarlo en la historia de vida y conversión de los santos. Por ejemplo, San Antonio Abad fue tocado por aquella frase del Señor: “Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego sígueme.” (Mt 19,21). Después de haber oído esta palabra, San Antonio se retiró al desierto.
La cuestión decisiva es si la Palabra verdaderamente llega a nuestro corazón, y nos mueve a un cambio de vida. No todos están llamados a marcharse al desierto; pero, eso sí, cada uno está llamado a permitir que la Palabra de Dios obre en él, de manera que produzca abundante fruto.
En realidad, cada frase de esta breve lectura de San Pablo, podría convertirse en una máxima.
“Hacedlo todo para gloria de Dios”.
Si ponemos en práctica estas palabras, también estaremos cumpliendo aquel consejo de San Benito, de cobrar cada vez más consciencia de la presencia de Dios. Bajo esta máxima, ¡de cuánto nos desharemos y cuánto ganaremos! Nuestra vida entera cambiará, en cuanto que, por una parte, evitaremos atentamente todo aquello que disguste al Señor (que es lo que obra el don de temor de Dios); y, por otra parte, buscaremos todo aquello que le agrada, que es el efecto del don de piedad.
Éste será un camino de desprendimiento interior que conduce a la gran libertad que Dios quiere dar a sus hijos; un camino de mucha atención a la guía del Espíritu Santo. Con este pensamiento podremos empezar nuestro día al despertarnos, y en la noche, hacer un examen de conciencia para evaluar si hemos encontrado el “hilo del día”, por así decirlo; o si, por el contrario, lo hemos perdido, olvidado o descuidado, por habernos distraído con muchas otras cosas. Poner esto en práctica puede ser más difícil de lo que parece, al menos si queremos hacerlo con plena consciencia.
Tomemos ahora las siguientes palabras de la lectura:
“También yo agrado a todos en todo, sin buscar mi conveniencia sino la de todos los demás, para que se salven”.
También esta frase puede definir toda nuestra vida, y desprendernos de nuestro propio “yo”. San Pablo está pendiente de lo más importante, que es conducir a los hombres a Cristo. Todo lo demás se subordina a esta primera meta. ¡Ésta es la directriz de su vida!
En este contexto, es importante que San Pablo nos hace ver lo esencial. En él arde el fuego de querer que todos los hombres se salven. Podríamos cuestionarnos qué es lo que diría el Apóstol de los Gentiles sobre la situación que se vive en no pocas partes de la Iglesia. ¿Es que se ha perdido ese celo apostólico que inflamó a tantos misioneros a lo largo de la historia? ¿Acaso hoy las personas ya no necesitan ser salvadas? ¿O es que cada cual puede ser dichoso a su propia manera, en su propia religión y con su propia cosmovisión?
¡No! ¡Las cosas no han cambiado! ¡El anuncio del evangelio, junto con la propia santificación, sigue siendo la tarea central de los cristianos! Cumpliendo esta misión, le damos gloria a Dios.
Por eso, dentro del contexto en que cada uno se encuentra, debemos mirar la situación en su totalidad, como nos lo recomienda San Pablo. Mirar la situación en su totalidad significa cuestionarnos: ¿qué es lo que le ayuda a la otra persona a encontrarse con el evangelio?, ¿cuál es la parte que me corresponde a mí para facilitárselo?
Esto no significa que en cada instante y circunstancia nos sintamos forzados a anunciar el evangelio, por temor a que la otra persona podría condenarse. Tampoco significa que debamos ser demasiado entusiastas. Lo que sí se nos pide es la vigilancia interior, para descubrir el momento oportuno para transmitir el evangelio.
No olvidemos que también las buenas obras, aunque sean valiosas en sí mismas, llegan a su plenitud recién cuando las personas se enteran de que es Dios mismo el autor de toda bondad y lo alaben por ello; conforme a las palabras de Jesús: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en los cielos.” (Mt 5,16) Así, a las personas se les hará más fácil llegar a Dios. Si no sucede así, en cambio, se corre el riesgo de que ‘ la persona que realiza las buenas obras pase al centro de atención, y ya no sea un puente que eleva a Dios.
Aprendamos de San Pablo a dejarnos tocar de tal forma por la Palabra de Dios, que pongamos toda nuestra vida a su servicio.