1Cor 12,4-11
Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. A uno se le pueden conceder, por medio del Espíritu, palabras de sabiduría; a otro, palabras de ciencia, según el mismo Espíritu; a otro, la fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de hacer milagros; a otro, don de profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, facultad de hablar diversas lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, que las distribuye a cada uno en particular según su voluntad.
En este texto podemos ver la maravillosa armonía con la cual Dios quiere guiar a Su Iglesia a través del Espíritu Santo: cada miembro ocupando su sitio y empleando los dones que Dios le ha concedido para glorificarlo y servir en el Reino de Dios.
Esto cuenta también para los dones meramente naturales, que Dios, en Su Sabiduría, encomendó a los hombres para el mismo propósito.
Si interiorizamos este pasaje y lo movemos en nuestro corazón, podemos hacernos una idea del orden que reina en el cielo. Allí cada cual ocupa el lugar que Dios le ha asignado. En la jerarquía angélica, los coros superiores de los ángeles hacen participar a los inferiores de sus conocimientos y de sus dones. ¡Para ellos debe ser una gran alegría hacerlo! También nosotros experimentamos esta alegría cuando otras personas acogen y se benefician de los dones que nos han sido encomendados. ¡Cuánto más sucederá así con los ángeles que permanecieron fieles a Dios! ¿Qué más podrían ellos desear que glorificar a Aquél que los creó y en cuya presencia tienen la dicha de estar? ¡Dios es su alegría!
Sin embargo, hay una cosa más que desean ardientemente: a saber, que los hombres –sus hermanos– glorifiquen también a Dios y entonen junto a ellos el “cántico nuevo” en honor del Cordero: ¡Honor, poder y gloria al Cordero de Dios! “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza” (Ap 5,12).
Mis meditaciones diarias son enriquecidas por los maravillosos cantos de Harpa Dei. Esto es un gran regalo. Aquí vemos que se despliega un don de Dios, para gloria Suya y para el bien de las almas. Santa Hildegarda de Bingen dice que la música es “el último recuerdo del paraíso perdido”. El ministerio de Harpa Dei es un buen ejemplo de cómo Dios hace fructificar los dones que Él mismo concede, para bien de las personas y para edificar el Cuerpo místico de Cristo. Numerosos testimonios dan fe de cómo las personas se deleitan y son tocadas por la música sacra. De esta manera, el canto alcanza su destinación más profunda.
En este ejemplo también se podría reconocer fácilmente la perversión de pretender abusar de estos dones tan maravillosos (y lo mismo cuenta para los diversos carismas mencionados en la lectura de hoy) para alimentar la propia vanidad o buscar el honor para la propia persona. Así, los dones perderían su brillo y acabarían siendo como un instrumento desafinado.
Para que los carismas estén al servicio de la edificación de la Iglesia, es importante que sus portadores se esfuercen por recorrer el camino de la santificación. Es algo similar a lo que sucede en el caso de los ministros de la Iglesia. Cuando Dios nos encomienda ciertos ministerios, estamos llamados a ejercerlos de la forma más pura y sincera posible. De hecho, el carisma en sí mismo no nos hace santos, así como tampoco un ministerio. Éstos no son dones místicos que transforman a la persona en la fuerza del Espíritu Santo. Sin embargo, podemos considerarlos como un reto para luchar aún más por la santidad. Como nos hace ver San Pablo en otro pasaje de su carta a los Corintios, todos estos dones no serían nada sin el amor (1Cor 13). Es el amor el que les da su esplendor, puesto que es el amor el que nos une más profundamente al Señor y le permite al Espíritu Santo comunicarse con más facilidad a las otras personas a través nuestro.
Tomemos simplemente nuestros dones como un regalo inmerecido que se nos ha confiado, y hagámoslos fructificar al mismo tiempo que nos esforzamos sinceramente por la santidad. No hagamos alarde de ellos; no nos demos demasiada importancia a nosotros mismos ni a otras personas, por más brillantes que sean sus carismas. “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!” –nos diría Cohélet (Ecle 1,1).
Recordemos: todo viene “de un mismo y único Espíritu”. Nosotros somos sus servidores y queremos dejarnos formar por este mismo Espíritu, para ocupar el sitio que el Señor nos ha asignado en el Reino de Dios de la manera más fructífera posible.