Eclo 48,1-4.9-11
En aquellos días, surgió el profeta Elías como un fuego, sus palabras quemaban como antorcha. Él hizo venir sobre ellos hambre, y con su celo los diezmó. Por la palabra del Señor cerró los cielos y también hizo caer fuego tres veces. ¡Qué glorioso fuiste, Elías, con tus portentos! ¿Quién puede gloriarse de ser como tú? Fuiste arrebatado en un torbellino ardiente, en un carro de caballos de fuego; tú fuiste designado para reprochar los tiempos futuros, para aplacar la ira antes de que estallara, para reconciliar a los padres con los hijos y restablecer las tribus de Jacob. Dichosos los que te vieron y se durmieron en el amor.
¡Resuena aquí el cántico de alabanza en honor a Elías, el profeta que Dios concedió al pueblo de Israel!
Aunque muchas veces el mensaje de los profetas parezca ser una amenaza para aquellos que andan por otros caminos, en realidad su llamado a la conversión, frecuentemente acompañado de la advertencia de las consecuencias que acarrea el mal actuar, no es más que un acto de bondad de parte de Dios. ¡Cuánta responsabilidad sería ver que una persona está atrayendo sobre sí misma la desgracia, por sus caminos errados, y no advertirle de ello!
El profeta Elías cumplió su encargo y anunció la verdad. Pero si leemos completo el pasaje del cual está tomada la lectura de hoy, vemos la lamentación de que el pueblo no se haya convertido, a pesar de haber visto las obras llenas de poder que el profeta realizaba. ¡Qué tragedia! Esta realidad nos descubre el abismo profundo del alma humana.
Una y otra vez podemos preguntarnos: ¿Por qué hay personas que siguen andando en el mal camino, a pesar de haber sido advertidas e instruidas, no sólo por las palabras de los profetas, sino ciertamente también por su entorno, o de haber sentido una advertencia en el interior de su propia alma?
¡Nos chocamos aquí con un abismo casi inexplicable de cerrazón y dureza en el corazón humano!
La vida en el pecado le roba al hombre su libertad, y lo convierte en esclavo del pecado. En esta subyugación, la persona se somete a la ley del pecado y así se adentra cada vez más en los dominios del Príncipe de este mundo. El entendimiento, que de por sí ya está obnubilado a causa del pecado original, se va oscureciendo más y más; la voluntad se debilita progresivamente; la luz sobrenatural de Dios no puede ya penetrar en el alma. Distintas formas de soberbia se extienden en ella, haciéndola indiferente y resistente a las voces de advertencia de los profetas. Algo similar sucede también con el error, aunque no implique todo el peso de la culpa, pues éste también ciega al hombre.
Resulta casi imposible explicar porqué el hombre no se aparta de sus rumbos equivocados. Si no fuera por la paciencia y la misericordia de Dios, que jamás cesa de luchar por el hombre confundido, entonces, desde la perspectiva humana, sería en vano seguir anunciándoles a aquellos que no escuchan.
Pero cuando se hayan agotado nuestras posibilidades y ya no veamos ninguna forma de tocar a aquellos que nos preocupan, entonces nos queda la oración y la confianza en Dios, de las que Él se vale. De hecho, Él conoce caminos para llegar a los corazones de los hombres que nosotros desconocemos, y Su amor no reposará hasta haberlos encontrado y abrazado en Su amor paternal.
Incluso podemos leer en el libro de los Reyes que el apóstata rey Ajab hizo penitencia (cf. 1Re 21,27-29), y también conocemos el relato bíblico que narra la conversión de la ciudad de Nínive (cf. Jon 3,5-10). Y hasta nuestros días escuchamos una y otra vez sobre conversiones impresionantes: personas que, por gracia de Dios, reconocen el camino recto y se apartan del rumbo de confusión y pecado, aunque sea tarde y a veces después de haber atravesado una gran necesidad. El “elogio a Elías” también nos dice que en Judá quedó un pequeño remanente que hacía lo que agradaba a Dios. Entonces, gracias a Dios, sí existen ejemplos de conversión, y son un verdadero milagro. Por eso jamás debemos cesar en nuestros esfuerzos por ayudar a que las otras personas se conviertan, aunque todo parezca en vano.
Hoy en día, en un tiempo en que el espíritu anticristiano se manifiesta cada vez más evidentemente en el mundo y se ha adentrado incluso en la Iglesia, los cristianos necesitamos la valentía de los profetas Elías y Eliseo, para dar testimonio de la verdad sin temor, aun si inicialmente no podamos ver frutos y las tinieblas se muestren como si pudiesen dominarlo todo.
A la indiferencia con la que podemos chocarnos, hemos de enfrentarnos con perseverancia y con la firmeza de la fe; a la tentación del desánimo, con la virtud teologal de la esperanza; a la hostilidad, con amor sobrenatural; a los respetos humanos, con el espíritu de fortaleza.
El profeta Elías nos ha sido dado como aliento, para cumplir con la gracia de Dios la misión que nos haya sido encomendada y permanecer fieles a Él aun en tiempos difíciles de persecución.