UN DULCE DOLOR



«Oh, mi buen Señor, si tan sólo mi alma pudiera llamarse tu amada»(Beato Enrique Suso).

Esta exclamación procede de un místico inflamado de amor, el beato Enrique Suso, que experimentó el fuego del Espíritu Santo en su encuentro interior con el Señor, despertando así al amor a Dios. Hay un despertar tan profundo al amor de Dios que el alma ansía la unificación con el Amado y anhela con creciente intensidad el encuentro con Él. Sufre un «dulce dolor». Por un lado, es dulce, puesto que llena el alma con la dicha del incomparable amor de Dios; por otro lado, representa un dolor, ya que suscita en ella un hambre de amor cada vez mayor, que no puede saciarse plenamente en esta vida y que solo se consuela con la perspectiva de la eternidad.

El alma inflamada de amor nunca se cansará de alabar a su Señor. Dará testimonio de su belleza y bondad ante todos los hombres. Querrá que los demás sean partícipes de su dicha. No es un amor que uno quiera solo para sí mismo y, a la vez, es profundamente personal:

«Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado, que pasta entre los lirios. Antes que sople la brisa, antes de que huyan las sombras, vuelve, amado mío, imita a una gacela o a un joven cervatillo por los montes de Béter» (Ct 2,16-17).

El amor de Dios nos impulsa a las obras. Una vez que el alma se ha entregado a él y se ha convertido en la «amada del Señor», nuestro Padre la atrae cada vez más hacia su gran amor, que está ahí para ella y para todos los hombres.

Junto con el beato Enrique, pidamos al Señor este ardiente amor por Él, aunque acarree un «dulce dolor», de manera que nuestro Padre pueda seguir extendiendo el fuego de su amor en la tierra a través de la «amada» que ha encontrado. ¡La obra de su amor ha de establecerse en todas las almas!