“Es terrible cuando una persona no se convierte. Es un dolor para todos nosotros” (Palabra interior).
El llamado a la conversión impregna la Sagrada Escritura de inicio a fin y su exhortación permanece en pie hasta el final de los tiempos. A nuestro Padre de ningún modo le es indiferente si el hombre vive de acuerdo a su destinación o pierde su rumbo. Tal vez nosotros, los hombres, ya nos hemos acostumbrado un poco al hecho de que el mundo esté tan mal y nos consolamos erradamente con el pensamiento de que siempre ha sido así. Pero, ¿también pensamos en lo que significa para nuestro Padre que le ofendamos con el pecado y la indiferencia?
Ciertamente, el amor de nuestro Padre por nosotros es inconmensurable, como nos lo atestigua de forma incomparable a través de su Hijo. Pero esto no significa que las transgresiones de los hombres no causen profundo dolor al cielo. Sin restringir la dicha que se goza en la eternidad, es un sufrimiento de amor ver a los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios, perder su belleza y deformarse a imagen de la creación caída.
Lucifer había sido un espléndido ángel. ¿Y qué es hoy? Un espectro, una sombra fantasmal de sí mismo.
¿Y qué hay del hombre? Él todavía tiene la oportunidad de convertirse. Las puertas siguen estando abiertas para él. Hoy aún está a tiempo para escuchar la voz de Dios y convertirse. Hoy aún está a tiempo para ser sanado del pecado que lo desfigura, pues nuestro Padre es capaz de hacer lucir nuevamente su rostro distorsionado. Hoy aún está a tiempo para abandonar las obras de las tinieblas (Rom 13,12) y convertirse en mensajero de la luz.
Todo esto puede suceder si se convierte. ¡Entonces habrá gran alegría en el cielo! Pero si no se convierte, los ángeles se lamentarán por él y los santos llorarán, porque es terrible que la hora de la gracia pase de largo sin que los hombres la aprovechen. ¡Un dolor para todos!