“Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría” (Sal 50,8).
El corazón sincero mencionado en el salmo se relaciona con la pureza del corazón, que puede llegar a ser muy profunda. Cuanto más avancemos en el proceso de purificación, tanto más percibiremos los movimientos de nuestro corazón, gracias a la luz del Espíritu Santo. Todo, aunque sea lo más mínimo, lo abriremos ante Dios, de manera que empiece a disolverse todo bloqueo interior hacia Él.
Todo esto sucede en el interior del corazón, donde nuestro Padre ha puesto su morada y nos instruye en lo escondido. Su Espíritu benévolo moldea nuestra alma, haciéndola “conforme” a nuestro Padre Celestial, como describen los místicos. La sabiduría que el Padre nos inculca, que podríamos describir como un “delicioso conocimiento”, transforma todo nuestro ser y puede hacer surgir en nosotros aquella mansedumbre que caracteriza a nuestro Padre mismo.
Esto sucede en lo más íntimo, como un secreto de amor entre Dios y nosotros. Nuestro Padre se deleita en realizar esta obra en la intimidad, porque así puede atraernos hacia Él.
El bullicio de este mundo desconoce este tesoro oculto y muchos pasan de largo, indiferentes, ante esta riqueza. En efecto, no conocen el anhelo de Dios de revelarles también a ellos los “tesoros de la sabiduría y del conocimiento” que ha manifestado a todos los hombres en la Persona de su Hijo (cf. Col 2,3).
El Tiempo de Adviento es una invitación a dejar que nuestro corazón sea purificado por el amor de Dios, de modo que se convierta en un “corazón sincero” y sus intenciones más recónditas estén totalmente enfocadas en Dios. Así, será una alegría para nuestro Padre inculcar su sabiduría en nuestro inteiror.
Entonces podremos adorar la Sabiduría encarnada en el Pesebre de Belén y cantarle: “Mi corazón quiero entregarte y todo lo que tengo, darte.”