“Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría” (Sal 50,8).
Un corazón sincero, ¿quién podría resistirse a él? En todo caso, nuestro Padre no puede, porque ha establecido su morada en un corazón tal y le concede una profunda comprensión de su amor.
Nuestro corazón se asienta en la verdad cuando está completamente centrado en nuestro Padre, cuando no permitimos que la más mínima sombra se interponga entre Él y nosotros. Entonces intentamos hacer a un lado todo aquello que oscurece nuestro corazón y pedimos al Señor que descienda a sus profundidades y lo escudriñe, pues ¿quién conoce su propio corazón?, ¿quién podría ser capaz de un conocimiento total de sí mismo?
“Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño” –dice Jesús sobre Natanael (Jn 1,47). Podríamos decir que es un hombre con un corazón sincero, que se aparta de todo aquello que podría separarlo de la verdad.
Quien vive en la verdad siente repugnancia hacia toda forma de falsedad y mentira, porque ésta es como una telaraña en la que se instalan los espíritus del mal para ejercer su influencia, deformar a las personas y mantenerlas atadas en zonas grises.
Fijémonos en nuestra Iglesia, la Esposa de Cristo. ¿Cómo quiere encontrarla el Señor? Sin tacha, arraigada en la verdad, fiel y entregada a la voluntad del Padre. Si su interior, su corazón es sincero, entonces nuestro Padre le inculcará sabiduría y ella florecerá. En cambio, si se adapta al espíritu del mundo, la confusión se apoderará de ella y quedará desolada.
Jesús y María nos ofrecen sus corazones como refugio. Así, nuestro propio corazón podrá imbuirse de su amor y remover todas las sombras, para que nuestro Padre nos haga crecer en el conocimiento de la verdad y en el amor.