Mc 7,14-23
En aquel tiempo, llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: “Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; lo que realmente contamina al hombre es lo que sale de él. Quien tenga oídos para oír, que oiga.” Cuando dejó a la gente y entró en casa, sus discípulos le preguntaron sobre la parábola. Él les dijo: “¿Conque también vosotros carecéis de inteligencia? ¿No comprendéis que todo lo que entra de fuera en el hombre no puede contaminarle, pues no entra en su corazón, sino en el vientre y va a parar al excusado?” –así declaraba puros todos los alimentos.
Decía también: “Lo que realmente contamina al hombre es lo que sale de él. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre.”
“Oídme todos y entended” –dice el Señor a los que lo escuchan. También a nosotros nos dirige estas palabras, pero sólo las entenderemos si realmente estamos dispuestos a oírlo, y no nos quedamos en una escucha superficial. Jesús no habla del estado de un corazón en particular; sino que habla del corazón humano en general. Por tanto, debemos comprender que se está refiriendo a nosotros, de forma personal. ¡Y estas palabras suyas tienen consecuencias en nuestro camino con Dios!
¿Cuáles son esas consecuencias?
En primer lugar, debemos sacar la conclusión que el Señor nos deja totalmente en claro: no es lo que viene de fuera lo que contamina al hombre; sino lo que sale del corazón. En consecuencia, debemos dejar de culpar a las circunstancias por lo que sucede en nuestro interior. Por más complejas que éstas sean, no son ellas las que nos corrompen. ¡Sólo lo que habita en nuestro corazón y procede de él nos contamina!
Por tanto, la segunda consecuencia es ponernos “manos a la obra” con la purificación de nuestro corazón. Se trata de un trabajo arduo y largo, porque, como dice la Escritura, “el corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿quién lo conoce? Yo, el Señor, exploro el corazón” (Jer 17,9-10a).
Entonces, si es el Señor quien puede escudriñar el corazón, debe sernos posible, con Su gracia, percibir lo que hay en nuestro interior, con todos sus abismos y oscuridades. Pero la condición para ello es que realmente queramos purificarnos, y que admitamos que estamos necesitados de purificación. Aunque inicialmente nos asuste, no sería la actitud adecuada no intentarlo siquiera, por miedo a lo que pudiésemos descubrir en nuestro interior. ¡Así no podremos dar frutos en el camino con Dios! Por el contrario, si percibimos nuestras faltas a la luz del Señor, podremos llevárselas conscientemente a Él y abrirlas para que el Espíritu Santo las toque. Así dejaremos de vivir en una ilusión respecto a nosotros mismos, y el autoconocimiento nos ayudará a crecer en humildad y a ser más indulgentes con las faltas de los demás.
Explorar el corazón es un proceso espiritual, necesario para la purificación del corazón.
El P. Lallemant S.I., un maestro espiritual que vivió entre el siglo XVI y XVII, nos da algunas valiosas consideraciones sobre el tema. Nos dice: “La pureza de corazón consiste en no tolerar nada en nuestro corazón que se oponga aun en lo más mínimo a Dios y a la obra de la gracia.”
Y continúa: “El diablo no soporta que dirijamos la mirada a nuestro corazón, que exploremos sus desórdenes y nos esforcemos por mejorarlos. Tampoco hay nada que le espante tanto a nuestro propio corazón como esta prueba y terapia, que le mostrará su miseria y se la hará sentir. Todas las potencias de nuestra alma se alborotaron, y ni siquiera estamos interesados en cobrar conciencia de su desorden, ya que este conocimiento nos humillaría.”
Entonces, ¿qué hemos de hacer?
Para no desanimarnos ni caer en una escrupulosa introspección en el proceso del conocimiento del propio corazón, es necesario tomar conciencia del amor de Dios, y traérnoslo siempre a la memoria. ¡Dios no nos ama porque seamos perfectos! ¡No! Él simplemente nos ama, y quiere purificar nuestro corazón a través de este amor que derrama en él, para que seamos cada vez más capaces de corresponder a su amor. Entonces, debemos entender la purificación del corazón como un proceso del amor de Dios, y no como un castigo suyo.
Los que tienen hijos saben que es necesario hacerles notar, con suavidad o a veces enérgicamente, las cosas que les pueden hacer daño; así como también, por el otro lado, mostrarles aquellas cosas que les ayudarán en el camino de su vida. ¡Es así como los hijos podrán madurar!
Y lo mismo sucede en el camino espiritual. Dios nos invita a percibir en su luz los obstáculos en nuestro interior, y a trabajar para superarlos. Por eso, no debemos tener miedo cuando descubrimos en nuestro corazón aquellas inclinaciones que Jesús describe en el evangelio de hoy. Antes bien, pidámosle al Señor que purifique nuestro corazón y estemos atentos a poner la parte que a nosotros nos corresponde.
Volvamos a escuchar al P. Lallemant, que nos da consejos concretos para avanzar en la purificación del corazón:
- Prestar atención a los pecados veniales y tratar de vencerlos.
- Observar atentamente los movimientos desordenados del corazón, y ponerles remedio.
- Vigilar sobre nuestros pensamientos y refrenarlos.
- Procurar reconocer las mociones de Dios, sus planes y disposiciones, y animarse vivamente a ponerlos en práctica.
El estado deplorable de nuestro corazón, que Jesús describe tan claramente en el evangelio, no tiene por qué permanecer así. Antes bien, estamos invitados a cooperar con la gracia de Dios en la transformación de ese corazón.
Recordamos aquellas maravillosas palabras del Señor: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,6).
¿Puede haber una invitación más bella?