“Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36,26).
¡Lo que está en juego es el corazón del hombre! ¿A quién le pertenece?
Nuestro Padre Celestial quiere habitar en nuestro corazón y hacerlo receptivo a su amor, que sin cesar nos ofrece. El corazón nuevo que Él nos da es uno que ya no se endurece, que no se cierra más al amor, que se ensancha frente a las necesidades de todos los hombres, que ya no tolera la frialdad que aún descubre en sí mismo y permite que el amor de Dios derrita la capa de hielo que a menudo lo rodea.
Este gran don que Dios nos da –un corazón nuevo y un espíritu nuevo, que es el Espíritu Santo mismo– hace de nosotros personas “vueltas a nacer” (cf. Jn 3,7). Nos convertimos en personas que se rigen por el amor y la verdad. El corazón nuevo no permitirá que nos separemos del amor de Dios sin volver inmediatamente a él. El espíritu nuevo infundido en nosotros velará atentamente sobre nuestras sendas, sin tolerar que nos desviemos del camino recto de Dios.
En este corazón nuevo ha despertado el amor a Dios. Así, se ocupa de las cosas del Señor y busca servir cada vez mejor a Aquel a quien le ha entregado el dominio sobre su corazón. Entonces sucede lo que en la tradición mística cristana se denomina el “intercambio de corazones”. El corazón viejo, del que procedía tanta maldad (cf. Mt 15,19), es extirpado de nuestro pecho; y, a cambio, se implanta en nosotros un corazón nuevo, modelado conforme al Corazón de Dios.
Es una vida distinta, una vida que place a Dios y sirve a los hombres. Es LA vida a la que todos estamos llamados y que jamás cesará.