Dan 3,25.34-41
En aquellos días, Azarías, de pie en medio del fuego, tomó la palabra y oró así: “No nos abandones para siempre a causa de tu Nombre, Señor, no anules tu Alianza, no apartes tu misericordia de nosotros, por amor a Abraham, tu amigo, a Isaac, tu servidor, y a Israel, tu santo, a quienes prometiste una descendencia numerosa como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar.
“Señor, hemos llegado a ser más pequeños que todas las naciones, y hoy somos humillados en toda la tierra a causa de nuestros pecados. Ya no hay más en este tiempo, ni jefe, ni profeta, ni príncipe, ni holocausto, ni sacrificio, ni oblación, ni incienso, ni lugar donde ofrecer las primicias, y así, alcanzar tu favor. Pero que nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humillado nos hagan aceptables como los holocaustos de carneros y de toros, y los millares de corderos cebados; que así sea hoy nuestro sacrificio delante de ti, y que nosotros te sigamos plenamente, porque no quedan confundidos los que confían en ti. Y ahora te seguimos de todo corazón, te tememos y buscamos tu rostro. No nos cubras de vergüenza, sino trátanos según tu benignidad y la abundancia de tu misericordia. Líbranos conforme a tus obras maravillosas, y da gloria a tu Nombre, Señor.”
¿Qué es un corazón contrito?
Es un corazón que ha reconocido plenamente su culpa, ante Dios y ante los hombres; y se arrepiente profundamente. Es un corazón que ha dejado de justificarse y defenderse a sí mismo. Es un corazón que ha quedado totalmente blando y receptivo ante Dios. Todo su orgullo se ha quebrantado; ha desistido de todas sus seguridades en el plano natural. Ya no tiene nada de qué gloriarse; sólo le queda el dolor y el arrepentimiento de haber pecado. Este corazón está dispuesto a abandonarse totalmente a las manos de Dios; a aceptar todo lo que venga de su mano; a cargar todas las consecuencias de su culpa. ¡Es un corazón contrito!
Quizá tardó mucho hasta que el corazón llegara a este estado; tal vez se resistió por mucho tiempo a reconocer su propia culpa… Pero ahora, por la gracia de Dios, se ha rendido en ese combate en defensa de su ‘yo’, y está dispuesto a confesar su pecado sin reserva alguna.
Sin embargo, no hay que confundir la gracia de la contrición con el servilismo o con una cierta resignación, acompañada de ese sentimiento de que ya nada importa y que ya no hay nada que perder; un estado que fácilmente podría llevar a la depresión.
¡No! La contrición tiene una gran dignidad, y estaría dispuesta a hacer todo cuanto esté en sus manos para enmendar la falta cometida. La contrición tampoco procede del miedo a Dios o de difusos sentimientos de culpabilidad. Antes bien, está relacionada con el don de temor de Dios, y, aun en toda su humildad, puede permanecer erguida ante Dios.
En la oración que escuchamos en la lectura de hoy, se nos muestra un claro ejemplo de esta actitud contrita.
Después de haber admitido el pecado, se reconocen también las consecuencias que éste trajo consigo: “Hemos llegado a ser más pequeños que todas las naciones, y hoy somos humillados en toda la tierra a causa de nuestros pecados”.
Pero a esto le sigue el volverse a Dios llenos de confianza: “Porque no quedan confundidos los que confían en ti”. Y entonces llega la resolución: “Y ahora te seguimos de todo corazón, te tememos y buscamos tu rostro.”
La oración desemboca en una súplica confiada al Señor, sostenida por una firme fe: “Trátanos según tu benignidad y la abundancia de tu misericordia. Líbranos conforme a tus obras maravillosas, y da gloria a tu Nombre, Señor.”
Entonces, vemos que la contrición del corazón es una gracia grande, y como dice tan maravillosamente el salmo: “Un corazón contrito y humillado, tú no lo desprecias, Señor” (Sal 51,17).
Es bueno pedir un corazón así, capaz de reconocer su culpa; aun si quizá no hemos cometido los pecados más graves. En efecto, también podríamos tener un corazón contrito por no haber cooperado lo suficiente con la gracia de Dios, por haber desaprovechado las ocasiones de hacer el bien, por haber descuidado nuestras obligaciones, por haber caído en tibieza en nuestra vocación religiosa, por no haber permitido que el fuego del Espíritu Santo arda a causa de nuestra culpa y negligencia, por habernos dejado llevar por pensamientos de vanidad y de orgullo; por no habernos esforzado lo suficiente por vencer nuestros pecados veniales…
Podemos alcanzar esta contrición de corazón si consideramos lo que Dios podría haber obrado si hubiésemos sido fieles a Él, si no hubiéramos sido descuidados con aquello que nos fue confiado, si no hubiésemos antepuesto el amor propio al amor a Dios…
Entonces, quedaría abierto para nosotros ese camino que nos muestra la maravillosa oración de la lectura de hoy, y podríamos retomar con nuevas fuerzas la tarea que el Señor nos ha encomendado.