“Te he dado mi corazón para que el amor nunca se agote” (Palabra interior).
Para amar como el Señor, necesitamos un corazón nuevo, el corazón de nuestro Padre Celestial. De lo contrario, ¿cómo podríamos superar todas las barreras que hacen que nuestro corazón sea tan pequeño y estrecho?
Amar como Dios ama… ¿Será esto posible?
¡Sí! Recordemos la exhortación de Jesús de que seamos perfectos como nuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,48).
¿Qué otra cosa puede significar esto sino asemejarnos a Él en la perfección del amor? No podríamos lograrlo por nosotros mismos, pero con la gracia de Dios es posible, cuando vivimos en el corazón de nuestro Padre y el suyo en el nuestro. La mística cristiana lo describe como un «intercambio de corazones», haciendo alusión a la unificación más íntima con Dios en el amor.
Es voluntad de nuestro Padre que se produzca esta unificación con Él, ya que quiere habitar en nuestros corazones. Cuando Dios ocupa el primer lugar en él, sus torrentes de gracia pueden llegar también a través de nosotros a los demás. Si glorificamos a Dios con cada acto de adoración, con cada acto de permanencia en Él, con cada acto de amor al prójimo, esta fuente nunca se agotará.
Así, el amor de Dios crece en nosotros y toma las riendas hasta el punto de que todo queda sometido a él. Todo lo que no posea el esplendor de este amor no nos bastará y dejará inquieta e insatisfecha al alma, hasta que vuelva a estar en armonía con el amor de Dios.
En efecto, todo debe estar impregnado por el amor, incluso las cosas más pequeñas e insignificantes, pues nada está excluido del amor de nuestro Padre. ¡Él todo lo ha hecho bien!
¡Qué regalo nos hace nuestro Padre al darnos su corazón! De Él recibimos gracia sobre gracia y su amor nunca se agotará. Así se realiza en nosotros la victoria del amor para la gloria de Dios y el bien de los hombres.