“El amor transforma las almas y las hace libres” (San Bernardo de Claraval).
Esta es la extraordinaria obra del Espíritu Santo, que ha sido derramado en nuestros corazones y lleva a cabo su transformación. Conocemos sus siete dones, que sirven para nuestra santificación.
En efecto, es el amor el que nos vuelve receptivos a todo lo que Dios quiere concedernos, porque «Dios es amor» (1Jn 4,16b).
Puesto que el amor es la razón de nuestra existencia, solo Él puede hacernos libres para llegar a ser lo que realmente somos: hijos de Dios.
Veámoslo de la siguiente forma: el Espíritu Santo desciende hasta el fondo de nuestra alma y la ilumina con su presencia. Nuestra alma, a menudo manchada por el pecado y confundida por el error, respira aliviada. Cuando la gracia de Dios la toca profundamente, ella se despierta. Si empieza a seguir consecuentemente las mociones del Espíritu Santo, el alma se hará cada vez más libre. Purificada por la sangre del Cordero, se libera de las ataduras de su existencia terrenal. Se enfoca en Dios, nuestro Padre, y busca las cosas de arriba (Col 3,1).
Así, el alma se llena cada vez más del amor divino y, bajo su influjo, se transforma en un alma amante de Dios. Entonces se encuentra con la libertad, cuya fuente es Dios mismo, conforme a las palabras de Jesús: “Si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente libres” (Jn 8,36).
El alma se vuelve cada vez más atenta a Dios. Quiere conocerlo más a fondo y recibir su amor. Se despoja progresivamente de su embotamiento e inmovilidad y se esfuerza por cumplir en todo la voluntad de Dios. Con este enfoque, entra ya en la «tierra prometida». Quiere hacer realidad aquello para lo cual Dios la creó: amarle y hacer su voluntad. En esto radica la verdadera libertad, que el alma transformada por el Espíritu Santo podrá disfrutar para siempre.