“Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro; calculados estaban mis días antes que llegase el primero” (Sal 138,16).
Este verso del salmo nos transporta al tiempo previo a que viéramos la luz de este mundo. Escuchamos y entendemos que, desde siempre, la mirada de Dios se ha posado amorosamente sobre nosotros. Él ya nos tenía en vista, nuestros caminos ya habían sido preparados por Él antes de que iniciaran nuestros días en la tierra.
Si asimiláramos profundamente esta realidad, captaríamos aún más el amor de nuestro Padre y el sentido de nuestra existencia. ¡Qué inmensa amplitud del amor y de la providencia de Dios se nos revela aquí! Desde siempre hemos estado cobijados por el amor de nuestro Padre, desde toda la eternidad Él nos ha previsto para la obra que quiere realizar a través nuestro, desde siempre nos ha destinado para la comunión eterna con Él, si permanecemos fieles al camino que nos trazado.
¡Cuántas preocupaciones innecesarias se desvanecerían si estuviéramos conscientes de este amor, que nos ha creado para vivir en comunión con nuestro Padre, que nos acompaña a lo largo de nuestra vida terrenal y que cada día quiere moldearnos y transformarnos en lo que el Padre quiso que fuéramos! Es un amor que nos levanta y nos perdona cuando nos descarriamos. Nunca se aleja de nosotros ni cesa de asegurarnos que podemos contar siempre con él.
Entonces, ¿por qué nos dejamos confundir e inquietar?
Aunque el diablo pretenda establecer su reino en la tierra y quiera arrastrar a la humanidad al abismo de su maldad, no debemos caer en desesperación ni rendirnos. Antes bien, esta constatación debe despertarnos para salir junto al Señor en busca de los perdidos y resistir espiritualmente a los poderes del mal.
¡Si tan sólo los hombres se enteraran de que desde siempre han sido amados! ¡Cómo cambiaría todo!