“Tu nombre es su gozo cada día, tu justicia es su orgullo. Porque tú eres su esplendor y su fuerza, y con tu favor realzas nuestro poder” (Sal 88,17-18).
El corazón se inunda de gran alegría cuando llega a conocer a nuestro Padre tal como Él es en verdad.
Cada vez que su Nombre resuena, cada vez que se habla bien de Él, cada vez que se alaban sus obras, se reconoce su misericordia y se canta su esplendor, nuestra alma exulta de alegría, porque en ella –la amada– despierta el amor.
Escucha hablar a su Amado:
“Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente. Porque, mira, ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones es llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra”(Ct 2,10-12).
Y ella le responde:
“Ponme cual sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo. Porque es fuerte el amor como la Muerte (…). Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los haberes de su casa por el amor, se granjearía desprecio” (Ct 8,6-7).
El alma que ha despertado al amor busca siempre la presencia de Dios:
“En mi lecho, por las noches, he buscado al amor de mi alma. Busquéle y no le hallé. Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma” (Ct 3,1-2).
Entonces “encontré al amor de mi alma. Le aprehendí y no le soltaré (…). No despertéis, no desveléis al amor, hasta que le plazca” (Ct 3,4-5).
En el amor, llegamos a ser uno con el Padre. Nos olvidamos de nosotros mismos y sólo queremos vivir en Él. Su belleza se convierte en nuestra belleza; su fuerza en nuestra fuerza. No hay nada que nos resulte más importante que proclamar su gloria y alabar al Amado.